Dentro de la jaula de Faraday
Es una caja metálica que, al ser sometida a un campo eléctrico o electromagnético, aísla totalmente su interior.
La naturaleza aborrece el
vacío”. Esta máxima, que surgió por primera vez en la filosofía griega
hace unos 2.500 años, sigue planteando un debate entre científicos y
filósofos. El concepto de un vacío real, aparte de inducir una sensación
inquietante, a mucha gente le parece ridículo, e incluso estúpido. Si
dos cuerpos están separados por la nada, ¿no estarían en contacto? ¿Cómo
puede el “vacío” mantener las cosas apartadas, o tener propiedades como
tamaño y límites?
Los postuladores de la teoría atómica rival, entre ellos Leucipo y Demócrito, discrepaban. Según su punto de vista, el cosmos consistía en un vacío ilimitado poblado por pequeñas e indestructibles partículas, o átomos, que se agrupaban en diferentes combinaciones para formar objetos materiales. Tales debates metafísicos se convirtieron en la discusión estándar entre los filósofos hasta la llegada de la Edad Media, e incluso después. El auge de la ciencia moderna en el siglo XVII no hizo mucho por resolverlos. El inglés Isaac Newton, como Aristóteles, creía que el espacio entre los cuerpos tenía que estar relleno de un medio, si bien uno de una clase inusual. Debía ser invisible, pero tampoco producía fricción, ya que la Tierra lo atraviesa en su camino alrededor del Sol sin encontrar resistencia alguna.
Sustancia incorpórea
Newton apelaba a este medio como marco para sus leyes del movimiento. Estas predecían, por ejemplo, que un planeta rotatorio como la Tierra experimentaría una fuerza centrífuga que lo haría hincharse en el Ecuador. Este efecto proporcionaba una prueba física de la rotación, aunque dicha rotación, y con ella la existencia de una fuerza, solo tenía sentido si había algún marco absoluto de inmovilidad, un punto estacionario de vista contra el cual comparar el movimiento. Esto, según Newton, era el medio invisible que llenaba el espacio.Su rival alemán, Gottfried Leibniz, no estaba de acuerdo. Mantenía que todo movimiento, incluida la rotación, solo podía juzgarse con relación a otros cuerpos del Universo; por ejemplo, a las distantes estrellas. Un observador en un tiovivo del espacio profundo vería girar las estrellas y sentiría al mismo tiempo la fuerza centrífuga. Según Leibniz, si las estrellas se desvanecieran, también lo haría la fuerza; no era necesario un medio entre objeto y estrellas.
La postura de Leibniz fue muy discutida en el siglo XIX por el ingeniero y filósofo Ernst Mach, el de los números Mach que se utilizan para cuantificar la velocidad de los aviones. Propuso que las fuerzas centrífugas y sus relativos efectos mecánicos estaban causados por la acción gravitatoria de la materia distante del Universo. Albert Einstein se vio fuertemente influido por las ideas de Mach al formular su teoría de la relatividad, y le contrarió comprobar que, de hecho, el principio de Mach no se infería de ella. Por ejemplo, de la teoría de Einstein se deduce que un agujero negro rotatorio tendría el Ecuador hinchado aunque no existiera ningún otro objeto.
El misterio del imán
Durante el siglo XIX, la naturaleza del espacio vacío empezó a estudiarse en un nuevo contexto: el misterio de cómo un cuerpo cargado siente atracción hacia otro; o cómo dos imanes “sienten” la presencia el uno del otro. La explicación del químico y físico Michael Faraday era que los cuerpos con carga o magnéticos creaban regiones de influencia –campos– alrededor de sí mismos, algo que otros cuerpos experimentaban como una fuerza.¿Pero qué eran exactamente esos campos? Una de las maneras en que a los físicos de la época les gustaba explicarlos era invocando un medio invisible que rellenaba el espacio, justo lo mismo que decía Newton. Los campos eléctricos y magnéticos pueden ser explicados como torsiones de ese medio, como las que provocas en una goma elástica si la retuerces. El medio se empezó a conocer como éter luminífero, o simplemente éter, y tuvo una enorme influencia en la ciencia del siglo XIX.
También fue muy popular entre los espiritistas, a quienes encantaba su fantasmagoría, e inventaron ideas oscuras sobre “cuerpos etéreos” que, decían, sobrevivían a la muerte. Cuando James Clerk Maxwell unificó la electricidad y el magnetismo en la década de 1860, proporcionó un hábitat natural para las fantasmagóricas ondas electromagnéticas que su teoría predecía, cosas como las ondas de radio y la luz.
Pero poco después de que Maxwell publicara su teoría, el viejo problema del movimiento relativo volvió a salir a la palestra. Aun cuando nuestro planeta no siente fricción mientras se desliza a través del éter, cualquier movimiento en relación a él debería producir efectos mesurables. El más notable, la velocidad de la luz, debería depender de la velocidad y dirección del movimiento de la Tierra. Pero los intentos de detectar este efecto no dieron ningún resultado.
Einstein vino al rescate. Su teoría de la relatividad especial, publicada en 1905, sugiere que el movimiento de un cuerpo debe ser siempre juzgado en relación con otro cuerpo, y nunca con el espacio mismo o con algún material invisible que lo rellene. Los campos eléctrico y magnético existen, pero ya no como torsiones de un medio que rellena el espacio. Su fuerza y dirección, y las fuerzas que ejercen, cambian con el movimiento del observador de tal forma que la velocidad de la luz al medirla siempre es la misma, independientemente de cómo se mueva el observador.
De modo que el éter es una complicación innecesaria. Si bien es correcto decir que una región del espacio que posee un campo eléctrico o magnético no está vacía, el meollo del asunto de la “materia” que contiene está muy lejos de parecerse a lo que normalmente consideramos materia. Los campos poseen energía y ejercen presión, pero no están compuestos de nada más sustancial.
El descubrimiento cuántico
Hace más o menos una década, sin embargo, un nuevo giro puso el problema del espacio vacío bajo una luz diferente. Surgió de la teoría de la mecánica cuántica. A nivel atómico, la impecable previsibilidad del universo clásico newtoniano se rompió para ser reemplazada por un conjunto de reglas alternativas extrañas. Una partícula como, por ejemplo, un electrón, no se mueve de A a B siguiendo una trayectoria precisa y definida. En un momento, su posición y movimiento serán, hasta cierto punto, inciertos.Y lo que es cierto para un electrón lo es también para todas las entidades físicas, incluidos los campos. Un campo eléctrico, por ejemplo, fluctúa en intensidad y dirección como resultado de la incertidumbre cuántica, incluso aunque el campo sea neutro en su conjunto. Imagina una caja que no contiene cargas eléctricas –de hecho, que no contenga más que vacío– hecha de metal de forma que ningún campo eléctrico pueda penetrar desde el exterior. Según la mecánica cuántica, aun así existirá un irreductible campo eléctrico en su interior, que a veces se manifestará de una forma y otras veces de otra. En conjunto, estas fluctuaciones sumarán cero, de modo que una medida en crudo no detectará actividad eléctrica. Pero una cuidadosa medición a nivel atómico sí lo hará.
Nos hallamos ante un punto importante. Aunque el campo de fuerza de las fluctuaciones será cero de media, la energía no lo es, porque la energía de un campo eléctrico es independiente de su dirección.
Por tanto, ¿cuánta energía reside en una caja vacía de un tamaño determinado? Los rápidos cálculos que se hacen en base a la teoría cuántica llevan a una conclusión aparentemente sin sentido: no hay límite. El vacío no está vacío. De hecho, contiene una cantidad infinita de energía. Los físicos han hallado un modo de sortear este desbarajuste, pero solo si se hace una pregunta diferente. Si tienes dos cajas de metal de diferente forma o tamaño, ¿cuál es la diferencia en las respectivas energías cuánticas de su vacío? La diferencia es minúscula, pero se puede medir en el laboratorio, lo que prueba que las fluctuaciones cuánticas son reales, y no simplemente una predicción teórica demente.
Así que el concepto moderno del vacío es el fermento de la actividad de un campo cuántico, con ondas que surgen al azar aquí y allá. En mecánica cuántica, las ondas también tienen características de partículas, de modo que el vacío cuántico se describe a menudo como un mar de partículas de vida breve; fotones para el campo electromagnético, gravitones para el campo gravitatorio, y así sucesivamente, que surgen de ninguna parte y que desaparecen de nuevo.
Un vacío lleno de energía y presión
Onda o partícula, obtenemos una representación del vacío que nos recuerda, en algunos aspectos, al éter. No nos da un marco de quietud con respecto al cual se pueda decir que se mueven los cuerpos, pero sí que rellena todo el espacio y tiene propiedades físicas mesurables, como la densidad de energía y la presión.Uno de los aspectos más estudiados del vacío cuántico es su acción gravitatoria. Ahí fuera, en el cosmos, hay muchísimo espacio, todo él probablemente atiborrado de fluctuaciones del vacío cuántico. Todas esas partículas que surgen y desaparecen deben pesar algo. Quizá esa masa es suficiente para componer el conjunto de la fuerza gravitatoria del universo; quizá, de hecho, es suficiente para superar la gravedad de la materia ordinaria. Hallar la respuesta es una tarea ciclópea.
No solo hemos de tener en cuenta los campos electromagnéticos, sino todos los campos que existen en la naturaleza. Pero se puede deducir un resultado rápido general. En el caso de que la presión del vacío cuántico sea negativa (una presión negativa es una tensión), el efecto gravitatorio también es negativo. Es decir, que las fluctuaciones del vacío cuántico de presión negativa sirven para crear una fuerza repelente, o antigravitatoria.
Einstein había predicho que el espacio vacío tendría un efecto antigravitatorio semejante ya en 1917, antes de la mecánica cuántica. No podía poner un número a la intensidad de esa fuerza, y más tarde abandonó la idea. Pero no se fue del todo. Cálculos realizados a vuelapluma hoy día sugieren que la presión del vacío cuántico debería ser, de hecho, negativa en un espacio con la geometría de nuestro universo.
Y para asegurarlo, hace 15 años se empezaron a acumular pruebas procedentes de las observaciones de supernovas lejanas: una inmensa fuerza antigravitatoria causa que el universo se expanda cada vez más deprisa. El invisible vacío cuántico, “éter”, supuesto responsable de ello al menos parcialmente, se ha redenominado recientemente “energía oscura”.
La noción de que el espacio es un mero vacío sin propiedades físicas ya no se sostiene. Puede que la naturaleza aborrezca el vacío absoluto, pero le gusta el vacío cuántico con sus peculiaridades. Y no es un juego de palabras. Según funcione la energía oscura, el Universo seguirá expandiéndose en una huida frenética que culmine en un vacío oscuro en el que la materia y la radiación se diluyan a niveles infinitesimales, o quizá colapse sobre sí mismo en un “big crunch”. El destino del Universo parece que depende de las propiedades del vacío.
Fuente: www.quo.es
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