lunes, 8 de julio de 2013

Sueño, Antonio Machado


Desgarrada la nube; el arco iris
brillando ya en el cielo,
y en un fanal de lluvia
y sol el campo envuelto.
Desperté. ¿Quién enturbia
los mágicos cristales de mi sueño?
Mi corazón latía
atónito y disperso.
...¡El limonar florido,
el cipresal del huerto,
el prado verde, el sol, el agua, el iris!
¡el agua en tus cabellos!...
Y todo en la memoria se perdía
como una pompa de jabón al viento.






Quitemonos la ropa, Alexandre Pires

te juro que te siento pequeña y delicada
y es un dulce narcotico maravilloso saber que me amas
y como un reflejo estas aqui en mi vida ah, ah y
es esa magia de tenerte cerca cuando me respiras.
tu cuerpo en mi cuerpo asi entrelazados en un boca boca
no queda un espacio mientras me cuelgo a tu cintura
y voy juntando justo a la locura...

quitemonos la ropa que nos viene bien
recorreme despacio por toda la piel y besame
y besame comamonos a besos, ben deborame y besame
y dime de tus labios que quieres volver,
abrazame y besame amemonos despacio
y luego quedate, quedate...

te juro que te siento (siento) auque no digas nada (nada)
es son nuestras caricias en perfecto idioma conque tu me hablas
y que mejor que ahora que estas a mi lado
que ya no tengo escusas para para no creer
y ya no tengo miedo el saber que te amo y que me quedareee...

Un paseo por el bosque de piedra, en China




Según la leyenda, el bosque es el lugar de nacimiento de Ashima (阿诗玛), una bella muchacha yi. Tras enamorarse se le prohibió casarse con el pretendiente elegido y en vez de eso se convirtió en piedra en el bosque que aún lleva su nombre. Cada año, el 24º día del sexto mes lunar, muchos miembros del pueblo yi celebran el Festival de la Antorcha (火把节 Huǒbă Jié), en el que se llevan a cabo bailes folclóricos y competiciones de lucha.

 En distintos puntos del mundo, las formaciones de roca karst sorprenden por sus formas caprichosamente esculpidas por miles de año de erosión.
 El Bosque de Piedra o Shilin (chino:石林; pinyin: Shílín) es un conjunto notable de formaciones basálticas ubicadas en el condado autónomo de Shilin Yi, en la provincia de Yunnan, República Popular de China, aproximadamente a 120 km. de Kunming, la capital provincial. Las altas rocas parecen surgir del suelo como si fueran estalagmitas y muchas parecen árboles petrificados que en conjunto crean la ilusión de un bosque hecho de piedra. 

Los expertos aseguran que este Bosque de Piedra tiene un poco más de doscientos cincuenta millones de años y se formó cuando las capas de la tierra se movieron y el fondo marino se empezó a levantar, dejando lo que se puede ver en la actualidad. Y con el tiempo estas rocas empezaron a ser erosionadas y a tomar las formas que se ven hoy en día, que parecen unas verdaderas piezas de arte.

Desde 2007 dos partes del sitio, el bosque de piedra de Naigu (乃古石林) y la aldea de Suogeyi (所各邑村), han sido declarados Patrimonio de la Humanidad de la Unesco como parte de los Karst de China meridional.
El área del bosque de piedra de Shilin es inmensa, y está zonificada en función de la densidad y el tamaño de las rocas, especialmente preparado para ser recorrido por los turistas por senderos que por momentos parecen perderse en un enorme laberinto.





Pink Floyd: La Psicodelia de Syd Barret




Para algunos The Beatles es la banda más importante de todos los tiempos, para otros es Pink Floyd, y están los que consideran que se complementan como el plato típico ingles de 'Fish and Chips'.
Pink Floyd es recordada en general por el maravillosamente existencialista “Dark Side Of The Moon”, de 1972, y el oscuro y bellamente deprimente “The Wall”. de 1979, sin embargo esta etapa “comercial” de la banda es consecuencia directa de haber purgado la fase experimental de la banda, junto al genio enloquecido de Syd Barret.
 

La banda Pink Floyd nace a mediados de los sesenta, formada por Roger Water, y Bob Klose en la guitarra, Nick Mason en la batería y Richard Wright en los teclados bajo el nombre de Sigma 6.

Por presión de sus padres el guitarrista Bob Klose abandonó la banda siendo sustituido por el fanático de la psicodelia y el Blues Syd Barret, este toma la guitarra y la voz solista, y Waters toma el bajo, conformando la primera alineación clásica de la banda.
Ya en 1966 Syd Barret se había convertido en el principal compositor del grupo, que había sido rebautizado como The Sound Of Pink Floyd, como homenaje a dos músicos de Blues: Pink Anderson y Floyd Council.

Con el tiempo la banda pasó a llamarse Pink Floyd a secas, y el 1967 edita su primer larga duración: “The Piper at the Gates of Dawn”, este disco es considerado como el ejemplo por antonomasia de la psicodelia británica, fue muy bien recibido por la crítica y le fue muy bien en la listas británicas.

La mayoría de los temas fueron escritos por Barret, con letras poéticas y una mezcla de sonidos que van desde el Folk, hasta la experimentación espacial.

Todo lucía bien en el campamento de Pink Floyd, sin embargo su genio residente, Barret comenzaba a tener problemas con la drogas, en especial con el LSD.

El asunto con el LSD, es que aunque no origine generalmente trastornos duraderos en personas que no hayan experimentado ansiedad, depresión o alienación, puede contribuir al desarrollo de problemas mentales en aquellos que ya los tienen o son propensos a estados psicóticos.

Barret al parecer sufría de algún tipo de personalidad esquizoide y el abuso del LSD desencadeno un colapso mental (sin contar que tomaba su café en las mañanas con una buena dosis de la mencionada droga).

Ya para finales de 1967, Barret era considerado como un riesgo para la banda, ya que su comportamiento en escena y fuera de ella era cada vez mas errático. Es por esto que Roger Waters se convierte en el jefe de facto de Pink Floyd y que la banda decide contratar a un amigo de Barret como guitarrista suplente.

David Gilmour llega a Pink Floyd para ayudar a su amigo Syd en las actuaciones, la idea original era la de aumentar a 5 los integrantes de la banda, quedando Barret solo como compositor y músico de estudio. Sin embargo la salud mental de Syd iba en declive.

En 1968 la banda edita su segundo disco “A Saucerful of Secrets”, una continuación del primer trabajo del grupo, incluyendo como último tema del álbum la canción "Jugband Blues", compuesta por Syd Barrett, el canto del cisne de un artista irrepetible.
 

En 1969, Syd Barrett se puso en contacto con EMI y propuso la idea de grabar algunas canciones que había compuesto. La discográfica dudó en aceptar la petición del músico en un principio, pero el éxito de Pink Floyd fue razón suficiente para rescatar al fundador. Primero habló con Malcolm Jones para que fuese su productor y después de unas sesiones entró David Gilmour.

De esta tentativa, surgió su primer disco en solitario: “The Madcap Laughs”, producido por David Gilmour, Roger Waters y Malcolm Jones y con colaboraciones de “The Soft Machine”. Carente de mayores arreglos, Gilmour tuvo la idea de publicar los temas en bruto. Por ello, en la mayoría de las canciones se escucha tan sólo la voz de Barrett y su Fender Telecaster.

Cabe destacar de este trabajo canciones como "Dark Globe", "Here I Go" , "Octopus" , "Golden Hair" (un poema de James Joyce), "Feel" (mezcla de bohemia e incoherencia) o "If It's In You" (con su voz desentonando sobre una melodía que cautiva al oyente). Muchas canciones, según señala Malcolm Jones en su libro "The Making of The Madcap Laughs", que Barrett había grabado con gran entusiasmo, quedaron fuera del álbum al entrar Gilmour en la producción, entre ellas "Opel" y "Bob Dylan Blues".

En el año 1970, había compuesto nuevos temas y David Gilmour produjo el disco Barrett, al que se unió Richard Wright. Y aunque Barrett no dejó de brillar en sus composiciones, éstas fueron más arregladas musicalmente, quitándole la magia propia del álbum anterior. Destacan canciones como "Baby Lemonade", "Dominoes", "Waving my Arms in the Air" o "Effervescing Elephant".

Después de este último trabajo Barrett hizo ambiguas y ocasionales presentaciones en vivo, de las que se guardan grabaciones de muy mala calidad. Intentó una nueva banda en 1972 llamada "Stars", con la que fracasó en su primera presentación en vivo, de la que no se guarda grabación alguna.

En 1974, a petición de muchas personalidades del rock, como David Bowie, regresó a los estudios Abbey Road en una sesión de cuatro días, que dejó grabaciones carentes de voz con secuencias de acordes y blues, ninguna con título, excepto una llamada "If You Go". Años más tarde, se publicó The Peel Sessions (con cinco temas que grabó con David Gilmour en el bajo, para la BBC en febrero de 1970) y Opel, álbum recopilatorio con catorce canciones dejadas de lado en las sesiones de 1969 y 1970.
 

En 1975, un hombre gordo y con la cabeza y cejas afeitadas entró en la cabina de control del Abbey Road Studio en Londres, mientras Pink Floyd mezclaba los temas de su nuevo álbum, cuando se paran a reclamarle que estaba haciendo ahí se dieron cuenta de que era Syd, totalmente irreconocible, este evento afectó a la banda, de esto Richard Wright dijo en una entrevista en 2001:

«Una cosa que realmente permanece en mi memoria, que nunca olvidaré; sucedió en las sesiones de "Shine On". Llegué al estudio y vi a ese hombre sentado al fondo del estudio, estaba tan lejos como tú lo estás de mí. Y no lo reconocí. Dije '¿Quién es este fulano detrás de ti?' 'Ese es Syd'. Y simplemente me vine abajo, no lo podía creer... Se había afeitado todo el pelo... Es decir, hasta las cejas, todo... Iba de arriba a abajo, haciendo ruido con los dientes, era horroroso. Y, eh, yo estaba, quiero decir, Roger estaba llorando, creo que yo también; los dos estábamos llorando. Fue muy chocante... siete años sin contacto, y llegó entonces, cuando nosotros estamos haciendo esa canción en particular. No sé, coincidencia, karma, destino, ¿quién sabe? Pero fue muy, muy, muy potente».

En el mismo documental, Nick Mason expresó: «Cuando pienso en ello, aún puedo ver sus ojos, pero... todo era diferente». Waters también intervino en la entrevista: «No tuve ni idea de quién era durante mucho tiempo», así como Gilmour: «Ninguno de nosotros lo reconoció. Afeitada... la cabeza calva afeitada, y muy gordo».

En 1993 EMI publicó Crazy Diamond-The Complete Syd Barrett una atractiva caja con tres CD: The Madcap Laughs, Barrett y Opel, cada uno con media docena de temas extra y un librito con información y fotos. Durante su largo retiro vivió en casa de sus padres, alejado de cualquier intento de volver a los escenarios o componer nuevas canciones.

Tras permanecer alrededor de veinte años en el más absoluto anonimato una publicación musical inglesa le entrevistó en casa de sus padres en Cambridge (pese a la oposición de su madre), para descubrir que decía no recordar al grupo Pink Floyd ni a sus antiguos amigos.

Aunque al principio se especuló equivocadamente que fue debido a complicaciones de su diabetes, el 7 de julio del 2006, el músico falleció a los 60 años, como consecuencia de un cáncer pancreático.

A los pocos días de su fallecimiento, David Gilmour, Roger Waters, y su viuda Melisa Barrett en representación del grupo, hicieron un comunicado conjunto que expresaba la consternación de la banda por la muerte de Syd.
 
 
 

La piel de naranja, Oscar Wilde

 
I
Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas.
En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la Medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos.
Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi «media naranja», como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.
Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa-Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa-Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.
Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.
Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela.
Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas.
Y, cosa rara: la tía y el sobrino no parecían entenderse más que para los paseos y durante ellos, pues en casa o en la calle se mantenían en esa cortesía un poco agresiva que es frecuente entre la mujer joven de un tío viejo y el sobrino que ha de heredar de ese tío.
Meredith, a quien hice observar el contraste de las dos actitudes que notaba entre ellos, me contestó con una franqueza llena de buen humor:
-Mi querido amigo, como usted dice muy bien, no quiero a mi tía. Su presencia al lado de mi tutor me irrita y me importuna. Lady Marcela odia cordialmente a su sobrino: mis visitas a su marido la molestan. Pero cuando salimos al campo no somos más que dos camaradas a quienes agrada el paseo, los árboles hermosos, la brisa fresca, el aire puro de las alturas y las flores silvestres. Lady Marcela tiene veintiún años y un espíritu inquieto. Yo le llevo muy pocos años, y dicen que no soy tonto. En una palabra: que no pensamos más que en divertirnos y en gozar de la vida durante nuestro paseo; libres, eso sí, de adoptar otra vez nuestras actitudes de hostilidad cortés al regresar a casa.
Le repliqué que yo no acertaba a comprender por qué la amiga en el campo no podía serlo en casa, y que su sicología me parecía muy sutil.
-No he dicho «amiga» -me respondió-, he dicho «camarada», lo cual es muy distinto. No hay amistad posible entre la mujer de mi tío y yo; la camaradería a nada compromete.
Cuando me dedico a escudriñar mi «yo» de entonces, pienso que quizá en el fondo estaba yo lo bastante enamorado de lady Marcela para encontrar admirable que Meredith la considerase tan fríamente:
Este sentimiento, del que yo no me daba cuenta, era quizá lo que me detenía en mis anteriores pensamientos sobre Ángela.
Un domingo -hacía un poco más de tres meses que frecuentaba la morada hospitalaria de lord William, y era el 14 de junio de 1880- almorzábamos los cuatro en el comedorcito Renacimiento. Estábamos en los postres, y lady Marcela hizo servir los vinos, según la moda inglesa.
De ordinario seguía en la mesa, procurando impedir que lord William, que era algo aficionado, bebiera demasiado jerez o demasiado Corton.
Pero aquel día me pareció sumida en una profunda distracción.
Como yo siempre he sido muy poco bebedor, dejé a los dos ingleses que se despachasen a su gusto, y me dediqué a observar a mi vecina.
Jugueteaba con la piel de la naranja que acababa de saborear, gajo a gajo.
Primero, con el cuchillo de la fruta la cortó en largas tiras; después subdividió cada tira en pequeños rombos, y, por último, reunió los pequeños rombos en un montoncito en medio de su plato.
Y entonces, como interesándose de pronto en la conversación de su marido, interrumpió con dos o tres breves observaciones el relato que él hacía de un viaje por los mares de China.
Luego, cogió otra vez su cuchillo, lo alzó un momento sobre su plato, y se enfrascó en la ejecución de un dibujo de adorno complicadísimo, colocando los pequeños rombos alrededor y en el fondo del plato.
Hecho lo cual, me dirigió algunas preguntas banales sobre la comedia de moda, como desinteresándose de su trabajo de arabescos, cogió el cuchillo, con aire indiferente, y con un leve gesto decidido empujó otra vez los rombos al centro del plato.
Y la maniobra del cuchillo comenzó de nuevo, y ahora alineó dos rombos tan solo.
Durante un instante, el cuchillo descansó sobre el plato, encima de los dos, para tomar en seguida la posición vertical.
Y entonces, bruscamente, lady Marcela desordenó los pedazos de piel de naranja y los volvió a amontonar. El juego había concluido.
Lord William proseguía el interminable relato de sus riñas con lord Elgin. Meredith, indiferente en apariencia, bebía poco a poco su jerez.
Autorizado por un gesto de la dama, encendí una «niña»1.
No cabía duda; el juego de la piel de naranja era un sistema organizado de correspondencia, y esta correspondencia no podía dirigirse sino a Meredith.
Pero ¿con qué objeto, puesto que en el campo tenían ocasión de hablarse sin miedo a los indiscretos?
Entre una bocanada de humo de mi cigarro, me decidí a lanzar un vistazo sobre lady Marcela. Su mirada dominante no se apartaba de Meredith, como si esperase una respuesta.
-El jerez de ustedes es excelente, tío; pero un andarín como yo no debe abusar. Quisiera que llegáramos hoy lo más cerca posible de Vaucresson. ¿Qué dicen a esto sus piernas?
-Dicen, hijo mío, que tienen necesidad del brazo de tu amigo el doctor.
-A su disposición, lord William.
-Bueno: pues en ese caso, preparémonos a salir. Milady, procure no tardar más de una hora en su toilette -añadió lord William con tono malicioso.
Y partimos como de costumbre. Pero noté que la tía y el sobrino, no bien tomaron la delantera, tuvieron un vivo altercado, durante el cual lady Marcela multiplicaba sus gestos imperativos, en tanto que Meredith parecía replicar con negativas.
Después de un paseo de tres horas regresamos lord William y yo a Villa-Avray, pero no se nos unieron Meredith y lady Babington.
Se habrían entretenido seguramente bebiendo un refresco en algún tenducho campesino, y, sin preocuparnos por aquellos andarines intrépidos, lord William, que cuidaba sus achaques de viejo siguiendo unos procedimientos especiales, se hizo servir un bitter.
Serían las seis y media cuando una especie de carromato se detuvo frente a la terraza.
Lady Marcela saltó de él con ligereza de pájaro.
-Venga usted en seguida -me gritó- a socorrer al pobre Meredith, que se ha torcido un pie. ¡Háganse cuenta de que han perdido el tren de medianoche! Son ustedes prisioneros nuestros hasta mañana, en que buscaremos un medio de transportar a Meredith a su casa. Voy a preparar su habitación, en la que también tendrá usted que dormir, doctor, porque no hay otra.
Y lady Marcela se precipitó hacia la escalera. Con ayuda de los criados, llevé a Meredith al diván oriental, cerca del piano.
Se negó a ir más lejos, diciendo que ya era bastante sufrir sin aburrirse. Le subirían cuando fuese hora de acostarse, pero deseaba, ya que no cenar, por lo menos asistir a la comida.
Lo único que me permitió fue que le reconociese el pie. Lo tenía, quizá, un poco hinchado por una caminata excesiva, pero no vi nada de alarmante, nada que revelase claramente la causa de los dolores de que se quejaba.
-No es una torcedura -afirmé-. Si acaso, un intenso calambre. ¿Se han vuelto damiselas los estudiantes de Eton, cuando se ponen a dieta por tan poca cosa? Va usted a comer, Meredith, y, como deseo, con buen apetito.
Lady Marcela apareció en el salón, apenas convencí a Meredith de que sustituyese sus botas finas por unas zapatillas gruesas.
Parecía muy alegre milady, y más reidora y revoltosa que nunca; por lo menos, en apariencia, se preocupaba muy poco de Meredith.
Terminada la cena, durante la cual lord William no dejó de mandar traer champaña para brindar por la curación de su sobrino, el rival de lord Elgin se durmió en su sillón, mientras lady Marcela, sentada al piano, ejecutaba polonesas y berceuses de Chopin, su maestro favorito.
Meredith fumaba en silencio. Acodado en el Pleyel, volvía yo las hojas, cambiando una palabra, de cuando en cuando, con la pianista.
A eso de las once, lord William se despertó, dando la señal de retirada.
Subimos a Meredith al segundo piso, alumbrados por lady Marcela, que me aconsejó, en vista de que nuestra habitación no tenía timbre, que diese en el suelo si Meredith necesitaba algo.
-Mi habitación cae precisamente debajo de èsta, y ya avisaré yo a los criados, porque, desgraciadamente, Juana, mi doncella, que duerme de costumbre en mi tocador, está fuera, con permiso, hasta mañana por la noche.
Ayudé a Meredith a acostarse, y una vez apagadas las luces, no tardé en dormirme.
Cuando me desperté hacía una noche negra y sin luna.
Encendí una cerilla para ver el reloj. Eran las dos y cuarto.
Iba a soplar la cerilla cuando, al no oír la respiración de Meredith, volví casi maquinalmente la cabeza hacia su cama.
Estaba vacía.
«He aquí -pensé- la explicación de esta extraña torcedura. ¡El amigo Meredith es un buen cómico, y lady Marcela, con sus rombos de piel de naranja, que me han intrigado tanto, le señalaba, sencillamente, la hora del amor! Y después de esto vaya usted a creer en la virtud de las tías carnales y en el juramento de los sobrinos: “Yo no quiero a mi tía, y ella me odia cordialmente.” No habría necesidad de ir muy lejos para tener prueba de ello, si tuviera yo, como el Diablo Cojuelo, la facultad de levantar los tejados de las casas y los techos de las habitaciones. Y, sin embargo, lord William duerme con el sueño de los justos; es natural. Aunque no lo sea que ese anciano de sesenta y cinco años necesite casarse con una mujer de veinte... En fin: si mi amigo diese esta noche un heredero a su tío, a este le haría poquísima gracia. Doctor, amigo mío, todos los hombres están locos. Tú mismo divagas. ¿No estás en la cama para dormir y no para filosofar? Pues, entonces, duerme sin preocuparte de las vicisitudes de las vidas de otros.»
Pero estos hermosos razonamientos no me trajeron el sueño, y solo al amanecer conseguí, al fin, dormirme...

III
Me despertó un grito de llamada al que respondió una exclamación angustiosa de Meredith, que se precipitó hacia la escalera:
No bien me hallé en estado de presentarme decentemente, le seguí.
-¿Qué sucede? -pregunté a una criada que encontré en el rellano del primer piso.
-Lord Babington -me dijo- ha muerto o está moribundo.
Palidecí atrozmente. Instantáneamente pensé en el cuchillo colocado en el plato, sobre los dos rombos de piel de naranja.
La voz de Meredith, una voz rota, me llamaba desde la alcoba abierta.
Entré. Lady Marcela, pálida y angustiosa, lloraba al pie del lecho.
Meredith, con un ademán, me señaló el cadáver.
Me acerqué. Como me lo reveló la primera mirada, lord William había dejado de existir.
En un rápido examen intenté encontrar las causas del fallecimiento.
Dejando aparte dudas o preocupaciones que yo tuviera por los sucesos de aquella noche, nada significativo permitía sospechar que la muerte no fuese natural: era una rotura de aneurisma, indiscutible, al parecer. La caminata, irresistible para las fuerzas del enfermo, sus abusos habituales de bebidas alcohólicas y sus excesos del día anterior podían explicar sin duda el accidente.
Me estremecí. ¡Era tan buen cómico y tan gran químico Meredith!
Sentí un peso menos sobre mi corazón. Después de todo, el médico forense se las arreglaría como pudiese. Lo que yo sabía -y que en el fondo eran suposiciones y no ciencia- no tenía nada que ver allí. El colega que Meredith había hecho llamar comprobaría las causas «comprobables» del fallecimiento, y la justicia humana quedaría satisfecha.
Si había algo más... las conciencias de Meredith y de Marcela eran las únicas a responder... Por otra parte, ¿había algo más?
¿Un amorío, una cita? Conformes.
¿Un crimen? Si lo hubiera sostenido, todo el mundo me habría tomado por loco.
Me habrían dicho que había bebido demasiado champaña la noche anterior con lord William, y que si los resultados de esas libaciones desmedidas fueron menos funestos para mí que para el viejo, no era eso razón para turbar con mis sueños más o menos discretos la quietud de Villa-Avray.
Me tragué mis dudas y no dije una palabra.
 
Salió Meredith para Inglaterra inmediatamente después de celebrado el entierro de su tío.
Lady Marcela se retiró a Borgoña, a casa de unos parientes lejanos, y no volví a oír hablar de ellos lo menos en un año.
Por esa época supe, por una invitación banal, que Meredith se casaba con la tía a quien odiaba, según él, y más adelante me enteré de que no había cuidado que el título de lord pasase a otras ramas colaterales, porque, según la frase de ritual, el Cielo bendijo felizmente varias veces su matrimonio.
En diversas ocasiones recibí de mi antiguo amigo invitaciones para que lo visitase en Inverness, pero las circunstancias me retenían, contra mi gusto, en París, y lo siento, porque hubiese aclarado en su intimidad si él y lady Marcela encarnaban la felicidad en el crimen, o la felicidad en el amor.
¿Quién sabe?2
¡Juzgamos tan a la ligera y con tanta malignidad nosotros los escépticos endurecidos! -terminó el doctor, sacudiendo la ceniza de su habano.

FIN

1. En español en el original
2. En español en el original