sábado, 10 de noviembre de 2012

Don't you Remember, Adele

Una gran cantante, una gran voz, una gran canción para comenzar este sábado...


Dame tu libertad, Pedro Salinas

Dame tu libertad.
No quiero tu fatiga,
no, ni tus hojas secas,
tu sueño, ojos cerrados.
Ven a mí desde ti,
no desde tu cansancio
de ti. Quiero sentirla.
Tu libertad me trae,
igual que un viento universal,
un olor de maderas
remotas de tus muebles,
una bandada de visiones
que tú veías
cuando en el colmo de tu libertad
cerrabas ya los ojos.
¡Qué hermosa tú libre y en pie!
Si tú me das tu libertad me das tus años
blancos, limpios y agudos como dientes,
me das el tiempo en que tú la gozabas.
Quiero sentirla como siente el agua
del puerto, pensativa,
en las quillas inmóviles
el alta mar. La turbulencia sacra.
Sentirla,
vuelo parado,
igual que en sosegado soto
siente la rama
donde el ave se posa,
el ardor de volar, la lucha terca
contra las dimensiones en azul.
Descánsala hoy en mí: la gozaré
con un temblor de hoja en que se paran
gotas del cielo al suelo.
La quiero
para soltarla, solamente.
No tengo cárcel para ti en mi ser.
Tu libertad te guarda para mí.
La soltaré otra vez, y por el cielo,
por el mar, por el tiempo,
veré cómo se marcha hacia su sino.
Si su sino soy yo, te está esperando. 



 

Misión olvido, María Dueñas

La mejor historia está siempre por vivir... un giro del destino, un viaje, una segunda oportunidad.
Una novela luminosa, un tributo a las segundas oportunidades, la reconciliación y la reconstrucción.
El reencuentro con la autora que nos cautivó entre costuras y nos volverá a seducir con una misión inolvidable...


 
CAPÍTULO 1

A veces la vida se nos cae a los pies con el peso y el frío de una bola de plomo.

Así lo sentí al abrir la puerta del despacho. Tan próximo, tan cálido, tan mío. Antes.

Y, sin embargo, a simple vista, no había motivo para la desazón. Todo permanecía tal como yo misma lo había dejado. Las estanterías cargadas de libros, el panel de corcho repleto dehorarios y avisos. Carpetas, archivadores, carteles de viejas exposiciones, sobres a mi nombre. El calendario congelado dos meses atrás, julio de 1999. Todo se mantenía intacto en aquel espacio que durante catorce años había sido mi refugio, el reducto que curso a curso acogía a manadas de estudiantes perdidos en dudas, reclamos y anhelos. Todo seguía, en definitiva, igual que siempre. Lo único que había cambiado eran los puntales que me sostenían. De arriba abajo, en canal.

Pasaron dos o tres minutos desde mi llegada. Quizá fueron diez, quizá no llegó a uno siquiera. Pasó el tiempo necesario , en cualquier caso, para tomar una decisión. El primer
movimiento consistió en marcar un número de teléfono. Por respuesta obtuve tan sólo la cortesía congelada de un buzón de voz. Dudé entre colgar o no, ganó lo segundo.

—Rosalía, soy Blanca Perea. Tengo que marcharme de aquí, necesito que me ayudes. No sé a dónde, igual me da. A un sitio en donde no conozca a nadie y en donde nadie me conozca a mí. Sé que es un momento pésimo, con el curso a punto de empezar, pero llámame cuando puedas, por favor.

Me sentí mejor tras dejar aquel mensaje, como si me hubiera desprendido del mordisco de un perro en mitad de una pesadilla espesa. Sabía que podía confiar en Rosalía Martín. En su comprensión, en su voluntad. Nos conocíamos desde que ambas comenzamos a dar nuestros primeros pasos en la universidad, cuando yo era aún una joven profesora con un escuálido contrato temporal y ella la responsable de nutrir un recién gestado servicio de relaciones internacionales. Tal vez la palabra amigas nos viniera demasiado grande, puede que su consistencia se hubiera diluido con el paso de los años, pero conocía el temple de Rosalía y estaba por eso segura de que mi grito no iba a caer en el fondo de un saco cargado de olvidos.

Sólo después de la llamada conseguí reunir las fuerzas necesarias para hacer frente a las obligaciones de aquel septiembre que acababa de arrancar. El correo electrónico se abrió como una presa desbordada ante mis ojos y en su caudal me sumergí un buen rato a medida que respondía a algunos mensajes y desechaba otros por trasnochados o carentes de interés. Hasta que el teléfono me interrumpió y contesté con un escueto soy yo.

—Pero ¿qué es lo que te pasa a ti, loca? ¿A dónde quieres ir tú a estas alturas? ¿Y a cuento de qué vienen estas prisas?

Su voz arrebatada me devolvió al vuelo la memoria de tantos momentos vividos años atrás. Horas eternas frente al blanco y negro de la pantalla de un ordenador prehistórico. Visitas compartidas a universidades extranjeras en busca de intercambios y convenios, habitaciones dobles en hoteles sin memoria, madrugadas de espera en aeropuertos vacíos. El tiempo había separado nuestros caminos y quizá el músculo de la cercanía había perdido vigor. Pero quedaba la huella, los posos de una vieja complicidad. Por eso le narMisión olvido, María dueñasré todo sin reservas. Con una sinceridad rasposa, omitiendo valoraciones. Sin lamentos ni adjetivos. Sin red.

En un par de minutos supo lo que tenía que saber. Que Alberto se había ido de casa. Que la supuesta solidez de mi matrimonio había saltado por los aires en los primeros días del verano, que mis hijos ya volaban por su cuenta, que había pasado los dos últimos meses intentando ajustarme torpemente a mi nueva realidad y que, al enfrentarme al nuevo curso, me faltaba la energía para mantenerme a flote en el mismo escenario de todos los años: para agarrarme una vez más a las rutinas y responsabilidades como si en mi vida no hubiera habido un corte tan limpio y certero como el de la carne atravesada por el filo de un cristal.

Con los noventa kilos de pragmatismo que conformaban el volumen de su cuerpo, Rosalía absorbió de inmediato la situación y entendió que lo último que yo necesitaba eran
remedios compasivos o consejos con azúcar. No hurgó por ello en los detalles ni me ofreció su hombro mullido como consuelo. Tan sólo me planteó una previsión que, tal como yo anticipaba, bordeó en principio la crudeza...