viernes, 3 de mayo de 2013

La mejor cualidad de Sherezade: saber contar mil y un historias...

Joven esposa del sultán Shariar, Sherezade es el personaje que sirve como nexo de unión en el famoso libro popular de narraciones árabes, Las mil y una noches, cuya primera recopilación parece datar del siglo IX.

Sherezade forma parte del harén del sultán, el cual se acuesta con una joven diferente cada noche para, al día siguiente, mandar decapitarla. Sherezade es la esposa número tres mil, pero ella no estaba dispuesta a morir: la primera noche comienza a contarle una historia al sultán de tal modo que éste le pida un nuevo cuento que ella deja para la noche siguiente. De este modo, el sultán permanece entretenido por mil y una noches hasta que decide perdonar a Sherezade y hacerla su reina.

En uno de los cuatro mayores imperios que han existido en lo antiguo, reinó un monarca poderoso de la dinastía de los Sasanidas, que después de haber extendido sus dominios más allá del Ganges, en la India, y llegado hasta las fronteras de la China, murió, según refieren las crónicas del antiguo imperio persa, que es el grande imperio a que nos referimos, lleno de gloria y poderío, amado de sus vasallos y temido de sus enemigos, habiendo sido el monarca más admirable de su época, tanto por su valor como por su sabiduría.
De los hijos que tenía, el mayor, llamado Chabriar, subió al trono; pero, amando entrañablemente a su hermano menor, quiso darle muestras de su cariño compartiendo con él la herencia de su padre, y le cedió la Gran Tartaria; haciéndolo rey de ella.
Chazeman, que así se llamaba este hermano querido, pasó pues a tomar posesión de su reino y estableció su corte en Samarcanda.
Pasados algunos años, lejos de entibiarse en Chabriar el cariño que profesaba a su hermano Chazenan, se avivó co la ausencia, y sintió grandes deseos de verlo, y con este objeto le envió una solemne embajada rogándole que viniese.
Apenas tuvo conocimiento el rey de la Gran Tartaria de los deseos de su hermano, cuandose apresuró a satisfacerlos; y, después de haber reunido los ricos presentes que pensaba ofrecerle y puesto orden para el gobierno del reino durante su ausencia, estableció fuera de la ciudad su campamento con el fin de emprender su viaje al día siguiente. No quiso, sin embargo, pasar aquella última noche sin volvera abrazar a su esposa, a la que amaba tiernamente, y, regocijándose interiormente del placer que iba a causar a aquella con su visita inesperada, se volvió a su palacio secretamente y se encaminó a los aposentos de su esposa, a quien pensaba encontrar triste y llorando por su ausencia. Grande fué, pues, su sorpresa al hallarla en compañía de un oficial de la corte platicando familiarmente con él.
Pasado el primer estupor que le causó este descubrimiento, arrebatado por la ira, se arrojó sobre los delincuentes y les quitó la vida, volviéndose en seguida al campamento sin dar a nadie cuenta de este suceso.
La infidelidad de su esposa le causó un pesar tan hondo, que nada podía distraerlo de su melancolía. Así fue que cuando llegó a la corte de su hermano, en donde fue recibido con gran pompa y con todo género de honores y de obsequios, el sultán no pudo menos que notar el velo de tristeza que cubría el rostro de Chazenan, sin poder atinar la causa de ello.
Un día que el sultán Chabriar había partido con toda su corte para una cacería dispuesta en honor de su hermano, a la que éste no quiso asistir pretextando hallarse enfermo, pero en realidad para entregarse más a su sabor a las tristes reflexiones que su desgracia le sugería, hallándose asomado a una de las ventanas del palacio que habitaba, vió salir al jardín, por una puerta secreta, a la sultana esposa de su hermano, seguida de otras muchas mujeres, y ocultándose para observar lo que hacían sin que de ellas fuese visto, pudo convercerse de que la misma desgracia de que él había sido víctima, la misma o mayor cabía a su hermano el sultán.
La vista de las escenas que presenció, de tal manera cambiaron sus pensamientos, que al volver el sultán Chabriar de la cacería, lo encontró transformado, alegre y risueño.
Un cambio tan repentino de talante, sin una causa ostensible, debía llamar naturalmente la atención del sultán, como antes la había llamado su melancolía; y deseoso de saber la causa que había producido la una y el otro, el sultán rogó cariñosamente a su hermano, y en vista de los repetidos ruegos e instancias de éste, se vió obligado a ceder, y, aunque con repugnancia, le contó lo que le había sucedido con su esposa en Samarcanda la noche de su salida.
Aprobó el sultán lo ejecutado por su hermano con los dos culpables.
-No extraño tu gran pesar -le dijo-: era llla causa muy legítima; pero alabado sea Dios que te ha enviado el consuelo, y como no dudo que éste sea también fundado, y aún extraordinario, te ruego que me lo comuniques, haciendo de mí una entera confianza.
Mucho más arduo y delicado era el satisfacer en este punto la curiosidad del sultán, y Chazenan se resistió a complacer a su hermano, diciéndole que, como le interesaba más de cerca, temía que su confidencia le causaría mayor pena que la que él había experimentado. Esta negativa no hizo más que avivar los deseos del sultán, de modo que el rey de la Gran Tartaria se vió obligado a ceder, y le refirió lo que había presenciado en el jardín mientras él estaba cazando, terminando su relación con algunas reflexiones propias para calmar la irritación que le causó la conducta de su esposa la sultana, y aconsejándole que se consolara como él se había consolado, en vista de esa ligereza y liviandad que parece ser inherente al sexo frágil.
Chabriar, sin embargo, no dió entero crédito a la narración de su hermano, sin ver por sus propios ojos si era verdad lo que el rey de Tartaria le había contado, pues abrigaba la esperanza de que tal vez se había engañado.
Para conseguir este objeto, hizo preparar otra nueva cacería para la que partieron ostensiblemente con toda la corte de los dos príncipes; pero llegada la noche se volvieron secretamente y disfrazados a palacio. Amaneció el día siguiente, y el sultán Chabriar pudo convencerse de que su hermano no se había engañado, puesto que la sultana y sus mujeres repitieron en el jardín las mismas escenas que el rey de la Gran Tartaria había observado.
El desengaño que recibió de la desenvoltura e infidelidad de la sultana, agriaron su ánimo de tal manera, que resolvió vengarse, no sólo de aquella, sino de todas las mujeres, de un modo nunca visto hasta entonces. Pasando al aposento de la sultana infiel, mandó cortarle la cabeza en su presencia, e hizo morir ahogadas a todas las otras mujeres de su séquito. En seguida juró por la barba del Profeta que ninguna de sus otras esposas volvería a serle infiel, y adoptó para ello un medio muy seguro y eficaz, muy propio de las costumbres del serrallo y de la barbarie de aquellos tiempos.
Resolvió desposarse cada día con una mujer distinta, y al siguiente día de la boda hacerle perder la vida, encargando a su gran visir la ejecución de éste proceder inhumano y sanguinario.
El gran visir, a fuer de buen musulmán y de vasallo sumiso y obediente, cumplía cada mañana con la orden sanguinaria de su despótico dueño, sin atreverse a hacer la menor observación, y las desgraciadas jóvenes que tenían el honor de ser sultanas un día, perdían su vida al siguiente.
Cuando se conoció este proceder bárbaro, la consternación fué general en la ciudad y en el imperio, porque ninguno podía contar segura la vida de las doncellas que hubiese en su familia, y temblaba de recibir a cada momento la orden del sultán para que se las llevasen.
El gran visir tenía dos hijas hermosísimas en extremo. La mayor, llamada Gerenarda (Scherazada), reunía a su belleza una instrucción nada común para aquellos tiempos; tenía una gran memoria, y, sobre todo, estaba dotada de un gran corazón noble y animada de los más generosos sentimientos.
Al ver la aflicción general que causaba el inhumano proceder del sultán, formó la resolución heróica de sacrificarse, y concibió el arriesgado proyecto de hacer cambiar el ánimo del sultán, contando para lograr su ogjeto no sólo con los recursos de su sin par hermosura y de su ingenio, sino excitando también la curiosidad de aquél, por medio de historias y de cuentos, a que sabía era muy aficionado.
Resuelta, pues, a poner en ejecución su proyecto, Gerenarda dijo un día al gran visir:
-Padre, tengo que pediros una gracia.
-Siempre que lo que me pidas sea justo -lee respondió el gran visir-, saber que no me negaré a concedértelo.
-Vos mismo juzgaréis. Quiero poner términnno a la aflicción general y a los temores de todas las doncellas, haciendo cambiar de ánimo al sultán.
-Laudable es tu proyecto, hija mía; pero, ¿Cómo intentas conseguirlo, porque yo creo que el mal no tiene remedio?
-¿Cómo? Siendo esposa del sultán.
Horrorizado se quedó el gran visir al oír a su hija, y empezó a hacerle reflexiones de todo género para disuadirla de semejante proyecto. Inútiles y vanos fueron sus esfuerzos; Gerenarda permaneció firme en su deseo.
-Si logro mi objeto -dijo-, habré hecho unnn gran servicio a la humanidad y a mi patria.
-No lo conseguirás, ¡infeliz! Te sucederá lo que al borrico.
-¿Y qué le sucedió? -preguntó la heróica jóven.
-Te contaré en breves palabras -le respondió el gran visir, que se expresó en estos términos,


EL ASNO, EL BUEY Y EL LABRADOR Fábula
"Un labrador muy rico que, además de ser dueño heredades inmensas y de rebaños numerosos de ganado de toda especie, había recibido del cielo, como Salomón, el don de entender, el lenguaje de los animales, pero con la condición de no descubrírselo a nadie, so pena de perder la vida, pasando un día por delante de un establo en que se hallaban un borrico y un buey, se detuvo a escuchar el coloquio que entre sí tenían.
Lamentábase el buey de lo mucho que a él le hacían trabajar y de lo mal que lo cuidaban, "mientras que a tí, le decía al borrico, te tratan con cariño, y no te emplean más que para llevar a nuestro amo al mercado". -Tú tienes la culpa -le respondió su compañero; te llaman elTonto, y a fe mía que bien mereces ese nombre tú, y todos los de tu especie. ¿Por qué no haces uso de los medios que te ha dado la naturaleza para defenderte? Mira, cuando quieran uncirte al arado, pega cornadas, da bramidos fuerte, échate en el suelo y hazte el malo y verás cómo te tratan mejor y te dejan tranquilo.
El buey escuchó los consejos del asno y prometió seguirlos.
En efecto, cuando vino el gañán a buscarlo para llevarlo a trabajar, el buey empezó a patear, a pegar cornadas, y, por último, bramando, se arrojó por tierra. El gañán, al ver esto, fue a dar cuenta al amo de lo que sucedía, y el amo le mandó entonces que, en vez de llevar al buey, se llevase al borrico, encargándole que le hiciese trabajar y lo zurrase de firme.
Hízolo así el mozo de labor, y cuando por la noche volvió a traer a la cuadra al borrico, el pobre animal apenas podía tenerse en pie, cansado de trabajar, y quebrantados los huesos con los palos que había recibido. En cuanto llegó se echó en el suelo gimiendo y suspirando.
-Yo me tengo la culpa de lo que me sucede -se decía a sí mismo; ¿Qué necesidad tenía yo de mezclarme en lo que no me incumbía? Yo vivía tranquilo, era querido, bien tratado, y todo me sonreía, y ahora, por mi imprudencia, estoy expuesto a perder la vida...
Al llegar aquí en su narración, el gran visir, dirigiéndose a su hija:
-Merecerías -le dijo- que te trataran comooo al asno; quieres comprender la cura de un mal irremediable, llevar a cabo una empresa imposible, y te expones a perder la vida.
La generosa jóven, inquebrantable en su resolución, le contestó que estaba decidida a intentar la prueba, y que ningún peligro la arredraría.
-Está visto -le dijo su padre entonces- que será preciso hacer contigo lo que el rico labrador hizo con su mujer.
-¿Y qué hizo? -preguntó Gerenarda.
-Escucha, que no he acabado el cuento.


 (Continuará mañana...)



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