Alguien
les había dicho, que el amor era para adolescentes. En algún lugar
habían escuchado que eso de enamorarse era cuestión de química. Hasta
que aquel día llegaron a aquella playa. El Sol se asomaba entre las
nubes con disimulo. El viento mecía de forma agradable sus cabellos.
Casi sin pretenderlo sus manos se juntaron, mientras paseaban por la
arena. Con aquel gesto sellaron un contrato no escrito de complicidad.
Un ligero hormigueo recorrió al unisono su pecho. Hablaban de cosas
banales, que para ellos eran importantes. Se comunicaban con la mirada,
con el roce de sus manos. Los dos usaban el lenguaje del silencio para
regalarle al otro palabras sinceras. Las gaviotas danzaban a su
alrededor cantando desde sus picos afilados. El mar quiso bautizar su
unión con una ola que regó sus zapatos. Aquel gesto del agua les hizo
reír como niños rompiendo el miedo a lo desconocido. Luego vino una
caricia, mas tarde un beso, a continuación un abrazo... El mundo se paró
sobre la arena, el vello de su piel se erizaba con cada gesto de
ternura que se entregaban a la sombra de las nubes. Para ellos, aquel
era su momento. Era el instante que habían deseado vivir durante mucho
tiempo. Era un obsequio de la vida, el regalo de un día de otoño, que
les indicaba que en su vida quedaban muchas páginas por
escribir. Cuando, cada uno de ellos aquel día se fue a la cama, algo más
les unía, la ilusión de sentirse jóvenes...
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