lunes, 8 de octubre de 2012

La lluvia amarilla (fragmento), Julio Llamazares


El personaje de la novela, Andrés de Casa Sosas, nos explica su relato desde esa última noche de su vida, desde la noche en la que la muerte le conducirá a la oscuridad eterna, donde se reunirá con su madre y todos sus seres queridos. La historia de Andrés es el transcurrir de una vida y, a su vez, la muerte de una manera de vivir. Tenaz en su convicción, sin perder la fidelidad a las costumbres propias en ningún momento, será el último habitante de su pueblo natal y de la casa que le ha visto nacer. Pero Andrés es acuciado por todos los males imaginables: la soledad, la muerte, la desidia, la enfermedad, el odio, la alucinación, el tiempo. Todos estos factores se ponen en contra de nuestro personaje a lo largo de la narración. En La lluvia amarilla, el agreste paisaje de montaña provoca que el hombre haga balance de su soledad y desamparo en los umbrales de la muerte. De esta suerte, se establece en la obra una bipolarización donde se incluyen distintas ramificaciones que la constitución de la trama va presentando al lector. Así pues, la creación de veinte capítulos no es del todo casual, ya que encierra una división de la obra en dos mitades que se diferencian temáticamente entre ellas. Al hilo de este contexto, se establece entre ambas partes una línea imaginaria donde por un lado se encuentra la cordura (cap. I al X), mientras que por otro hallamos locura y muerte (cap. XI al XX). De este modo, la primera parte nos liquida el inicio de la historia del pueblo y la situación particular del personaje, sin que sucedan demasiados acontecimientos extraños o sobrenaturales. A su vez, en la segunda parte Andrés de Casa Sosas sufre una patología atenuada por las apariciones de sus difuntos y el delirium tremens que le ha provocado la mordedura de una víbora (cap. VII). A mi parecer, es innegable que a partir del capítulo diez la temática de la obra cambia, tomando un mayor protagonismo la agonía, que le conducirá a la locura y a la muerte. Ésta, lugar común más que recurrente en el relato, es uno de los motivos que aparecen nada más empezar la novela y, junto al tiempo, constituyen dos parámetros esenciales en la composición de la obra. La lluvia amarilla presenta la muerte y el paso del tiempo a partir de una correlación metafórica con lo «amarillo». Así pues, «la lluvia amarilla» es aquello que nos envuelve y nos lleva de forma insalvable a la vejez, lo que acicata la fugacidad del tiempo y lo que nos conduce irremediablemente hacia la muerte. «La lluvia amarilla» simbolizará el olvido, el fluir temporal, el efecto destructor de los orígenes naturales, el origen de la tristeza. De ese modo, todo se tiñe de «amarillo» en la novela, ya que desde el arranque narrativo sabemos que el personaje está condenado a desaparecer, que su solitaria vida va a finalizar en breve, y lo vislumbramos porque él mismo nos lo revela:


"A través de la ventana, podía ver el pantalón hundido y devorado por el musgo del molino y los reflejos temblorosos de los chopos sobre el río: inmóviles, solemnes, como columnas amarillas bajo la luz mortal y helada de la luna. Todo estaba en silencio, envuelto en una paz tan densa e indestructible que acentuaba más aún la desazón que yo sentía. A lo lejos, sobre la línea de los montes, los tejados de Ainielle flotaban en la noche como las sombras de los chopos sobre el agua. Pero, de pronto, hacia las dos o las tres de la mañana, un viento suave se abrió paso sobre el río y la ventana y el tejado del molino se llenaron de repente de una lluvia compacta y amarilla. Eran las hojas muertas de los chopos, que caían, la lenta y mansa lluvia del otoño que de nuevo regresaba a las montañas para cubrir los campos de oro viejo y los caminos y los pueblos de una dulce y brutal melancolía. Aquella lluvia duró solo unos minutos. Los suficientes, sin embargo, para teñir la noche entera de amarillo y para que, al amanecer, cuando la luz del sol volvió a incendiar las hojas muertas y mis ojos, yo hubiese ya entendido que aquella era la lluvia que oxidaba y destruía lentamente, otoño tras otoño y día a día, la cal de las paredes y los viejos calendarios, los bordes de las cartas y de la fotografías, la maquinaria abandonada del molino y de mi corazón.

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