miércoles, 12 de septiembre de 2012

Monet y la sangre de las amapolas


Rojo, primer color del espectro solar. El cuadro de Las Amapolas figuró en la exposición impresionista de 1874. Cada punto que el pincel fija, cada toque de rojo que configura o desfigura las flores, es una mirada acechante hacia fuera. Por eso las flores no tapan nada, ni cubren nada; sólo revelan, acusan, cazan.
Cuestión ni mucho menos aburrida esto de los cazadores de almas, pues como bien es sabido, a Monet se le ha llamado cazador: "El año pasado, en esta misma región, seguí a menudo a Claude Monet en busca de impresiones. No era ya un pintor, de verdad, sino un cazador", escribía Guy de Maupassant.
Seducido por la luz
Divertido esto de seguir a los cazadores. Maupassant no fue el primero ni el último en hablar de Monet como furtivo. Antes que él, escribía Octave Mirbeau: "…tenía una meta y hacia ella marchaba, en línea recta, apenas detenido de vez en cuando por las miserias de una existencia donde sentía a cada paso la hostilidad de una emboscada". No obstante, toda su pintura puede leerse en términos de caza y salvajismo, en términos de persecución y brutalidad. Mucho me empeño en ver refinamiento donde no existe sino un primer grado de enajenación o algún tipo de patología mental… Por eso la calma en Monet no existe, pero me di cuenta demasiado tarde".
El mismo Camille Mauclair habla de la luz (esa que tanto dicen los especialistas que termina por ser un tema dentro de los impresionistas) como bestia salvaje que "devora el contorno de los objetos". La seducción por la luz termina por ser un mágico repelente de cordura. Monet quizá conozca la ciencia del color, quizá desearía poder tocar todo lo que pinta, pero, sin duda, la ciencia que mejor parece conocer es la ciencia del miedo. Por eso su asepsia y su calma son imposibles, por eso es moderno. Monet siempre necesita agarrarse a algo, tiene que encontrar un punto donde mantener esa aventura de no estar completamente solo. Horizonte como el de sus cuadros de Argenteuil. Moderno Monet por pintar todo lo que acaba de pasar.
Ojos que miran
Subrayar la obviedad es atender al problema que tiene Monet con las flores. No puedo saber si ante ellas se esconde o si entre ellas quiere perderse. No puedo asegurar que el tema del cuadro sean esas flores por el mero hecho de darle título. Igual que tampoco puedo asegurar que sea la primera vez que Monet se somete a los encantos del rojo y el verde, pues lo volverá a repetir una y otra vez. Es fundamental atender a la resolución de ese tratamiento específico de las flores y su entorno, aunque seguramente más que un "tratamiento" habría que hablar de la configuración de un hecho: ojos que miran. Ni tan siquiera eso, sangre de un cazador herido.
La mirada nublada, otro aspecto evidente en la pintura de Monet, ¿es consecuencia de algo? Aplicar una teoría del color es mucho más inapropiado que referirnos a muchas posibles teorías aplicables a esos colores que vemos. Azules y blancos claros para los vestidos, para el cielo…pero, sobre todo, verde y rojo. Rojo en el que no nos acabamos de meter, pues el propio pintor no nos deja hacerlo, pues no nos introduce en nada. Las salpicaduras de rojo que manchan el cuadro, verdaderas huellas de ese Monet herido, terminan por narcotizar. Son un efecto y, como tal, cumplen perfectamente su función: hipnotizar a los insectos. Mirar esos rojos, sobre el fondo verde salpicado de leves toques de amarillo, acaba siendo igual de peligroso que salir al campo sin sombrero, sin camuflaje.
Sin rodeos, ¿qué son las flores si no estupefacientes universos? El sencillo ejercicio mismo de salir al campo (pues el urbanita ha de tomárselo así, casi como un esfuerzo, pues intuye los ciclos naturales sin llegar a conocerlos jamás) y mirar atentamente las flores produce lo que cualquier cuadro más o menos bien pintado produce en una sala de museo: sueño e hipnosis, como el opio. Diría yo que se descubren colores nuevos, pero esto ya se ha dicho alguna vez.
Y es precisamente con ojos cerrados, como puede concluirse que toda la crítica francesa que habla de Monet menciona la palabra "color". Algo pasa en la crítica, extraña seducción fruto del miedo, como toda buena seducción. Quizá los ojos y lo que ante ellos se dispone sea mucho menos importante que lo que a ellos llega desde dentro. Es en este punto donde debo, por lo menos, tratar de especificar qué relación puede existir entre unas flores y un estado mental adecuadamente sugestionado.
Hijas de la sangre

El título con el que popularmente se conoce la obra, sí nos deja, en cierto sentido, un rastro de interpretaciones más concreto, menos desdibujado que la propia pintura. Las amapolas se asocian desde antiguo con el sueño y la hipnosis y son, según una leyenda popular, hijas de la sangre derramada en Waterloo.
Suponen desde el punto de vista interpretativo y simbólico, una regeneración, un nuevo nacimiento. Flores de Eleusis, de la diosa Demeter, arrastran un sueño primaveral y embriagador que también suele traducirse como un sueño eterno, un reparador descanso donde el dolor no existe… Monet, siempre próximo al juicio de conocedores y amantes del arte, termina soportando calificativos que le aproximan a la tumba. Pintor de luz, pintor de vida, escucho. ¿Y pintor de muertos? ¿Y pintor para muertos?
Probablemente, las amapolas sean en Monet mucho más que una puerta abierta a cualquier tipo de perversión. Ni tan si quiera puedo decir que Monet se esté presentando a través de sus obras como algo o alguien, ni mucho menos como un herido regocijado en su propia circunstancia… La soledad del pintor es, más que nada, un efecto deseado.
Cualquier tipo de sustancia estupefaciente termina por disponer a la mente del sujeto que la consume en dos ámbitos posibles, por lo general, no intercambiables: la inmersión en su propia conciencia o la absoluta disolución en su propio entorno. En otras palabras: ser todo o ser nada, como la propia pintura.
Sensación y color
"El problema de la luz es más amplio que el de la propia luminosidad". La "luz" no es cosa de razón, o más bien, de razonamiento, aunque sí de fenómenos que suceden en la cabeza, fruto de procesos estrictamente físicos, pero no necesariamente visuales. Sobre cosas pintadas y nuevas metáforas dice Proust: "…ahora Elstir las volvía a crear quitándoles su denominación o llamándolas de otra manera. Los nombres que designan a las cosas responden siempre a una noción de la inteligencia ajena a nuestras verdaderas impresiones y que nos obliga a eliminar de ellas todo lo que no se refiera a dicha noción".
Por eso su sangre roja es la sensación pura, incontenible en las propias flores. Es una metáfora casi imposible. Sensación que es color, entre indefinidos signos intercambiables, pues Jean es Monet y Monet es Camille, y ambos son el verde, y ambos han pasado ya.
La veladura del sombrero
Velar lo que está y desvelar lo que no está. Esos son los poderes que otorga el correcto posicionamiento frente a lo pintado, el ocultamiento bajo la veladura del sombrero que lleva el pintor y que, sin reproches, debe colocarse el espectador. Sólo así, la intensidad del rojo será padecida como el mismo Monet la sufre, pues es en el negro donde siempre se regocijan las triunfantes luces de la naturaleza. Oscuridad ya trillada por la espátula de Eduard Manet, pues toda su pintura, deliciosamente fría (y no precisamente por sus desarrollos formales), advierte que, a ser posible, la contemplemos desde lejos. Advertencia que Monet esquivó sufriendo, por consiguiente, una de las más terribles consecuencias: verse abrasado por la luz.
Las Amapolas tiene algo de todo lo que concierne a taparse, a resguardarse para evitar algún tipo de consecuencia fatal. Claude Monet viste a las figuras del cuadro así, pero dando un paso más. Pues su tratamiento de los sombreros es mucho más que una crónica. El sombrero, como el del cazador, no es ya algo del propio cuadro, sino algo del propio espectador.

Fuente: Víctor Novoa

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