sábado, 10 de enero de 2015

Todos los veranos (fragmento), Haroldo Conti



Dos o tres veces salí con él. No habló ni una palabra. Ya no decía "Hijo, esto", "Hijo, aquello", como tenía por costumbre y como a mí, después de todo, me gustaba oírselo decir. Ya no decía nada. Se sentaba en medio del bote y empezaba a remar con esa pachorra propia de los viejos, sin proponerse llegar a ninguna parte. Por la noche nos acurrucábamos en el fondo del bote y dormíamos cubiertos por una lona, el perro entre los dos. Muchas veces llegué a olvidarlo, pero otras me volvía hacia él impresionado de pronto por esa gran soledad que despedía mi padre, y contemplaba su rostro.


Fue una ilusión eso de olvidarlo. Ya para entonces el viejo había penetrado en mi vida de una manera lenta y obstinada. Ahora, en el recuerdo, revivo aquel aire taciturno, ese estar y no estar en medio de las cosas, esa turbadora presencia de su cuerpo abandonado al tiempo, esa leve y remotísima ironía.

Pero, después de todo, no sé si eso sale de él o de mí.

Entonces no advertí nada expresamente, o casi nada, porque la vida pugnaba dentro de mí y estaba impaciente por mi estrella. Fue mucho más tarde, el día que me senté en la costa y me comenzaron a rondar los recuerdos. Una tarde cualquiera de verano.

El último tiempo fue un largo y casi ininterrumpido vagabundeo sobre el río.

En realidad parecía buscar algo. Su corazón nunca estaba allí donde estaba el resto de su cuerpo. Siempre más adelante, o en cualquier otro lugar, pero no allí.

Una confusa ansiedad, apenas una llamita vacilante, lo apremiaba cada mañana con mansa, pero terca insistencia. Conozco ahora esa misma ansiedad. Esa congoja y esa alegría a un mismo tiempo, ese anhelo desasosegado por algo impreciso que le hace a uno erguir la cabeza y aspirar profundamente como si le faltase el aire.




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