domingo, 8 de septiembre de 2013

Amantea, David F. Cantero





¿Qué se esconde detrás de la creación cuando el afán del triunfo no existe, cuando no se buscan los laureles del éxito, cuando la motivación no es otra que el efímero alivio de un alma extenuada? ¿Con qué derecho se atreven a juzgar lo que uno pinta, o escribe, o esculpe, lo que uno pensó o sintió mientras lo hizo?


Quedan en las tablas y en los lienzos extrañas imágenes del alma. Dibujos de tiza, capas de amor y dolor coloreadas, penas y dichas sombreadas. Reproducciones subterráneas de una tierra inconquistable, instantáneas de un mundo inexistente que, a la vez, es lo único real…
Esta noche, como cada noche, el silencio se sienta mudo y sereno a mi lado, abandonando los últimos ecos que negaron su callada existencia. Tiene pocas notas, pero suena armonioso en el prepotente reino de los ruidos. Fuera gira mudo y taciturno el universo. Grita un ave nocturna, que no es ruido. Cantan algunos grillos, desertores cotidianos del silencio, sin ser ruido. Dentro, el ronroneo de la nevera, sinuoso e inquebrantable, como el zumbido insolente de una abeja blanca, enorme y metálica. Y el rumor de la música, repitiéndose obsesivamente en una sola melodía, acalla todos los murmullos, apaga todo, acaba con todo. En ese melodioso silencio se van calentando sus entrañas y las mías. Silencio. Silencio. Silencio…

Llega el lento movimiento, la pausada danza. Mil millones de minúsculos impulsos determinando la tensión de cada músculo, de cada insignificante gesto. Como en un carrusel, todo comienza a girar lentamente, trazando círculos cuadrangulares. Todo se va mezclando: el cuerpo desnudo, las manos elásticas, la tiza el carbón, el yeso, la sal, el pigmento, el polvo, la arena, el agua, la pena, los codos, los ojos, la frente, el pelo, la sangre, el dolor, la cal viva, la madera muerta. En el suelo sobre el lienzo, un pequeño espacio en blanco empieza a saturarse de algo que soy yo, sin serlo. Como una gigantesca Polaroid que saliera lenta de la tierra, la tela va revelando secretos que no quiero conocer pero preciso, intimidades que a muy pocos le serán desveladas. Todo es puro, claro, primitivo. La absurda habitación trasmutada en cueva, las paredes tiznadas convertidas en piedra y musgo. El hombre, antes confuso, repentinamente seguro de su naturaleza. Carne, estirpe, sangre. Arenas teñidas, coloreada belleza. Y en esa gruta húmeda, olvidar cobijado la existencia, ser sólo un animal que pinta, que expresa sin pensar lo que el maldito hombre sintió o pensó. Olvidar las cegadoras horas del día, tanto escándalo, cualquier algarabía, cualquier miseria. Dejar correr la mente hasta perderla de vista. Despojado, en la insólita caverna, pintarrajeando con la punta de los dedos cuanto vio y no vio, sin mirar. En las praderas.

Pasa así el tiempo sin ser tiempo. La luz de la lámpara deshace los conjuros, acaba con las sombras. Las manos, desconcertadas, se detienen o avanzan, acarician o golpean, enmarañan o desbaratan. Palpan entre botes, tubos y pinceles, arrastran pintura, apartan o añaden polvo, colores y matices. Trazan o borran líneas, miman las manchas, maltratan las siluetas, se ahogan aliviadas en charcos blancos, azules y amarillos. Se pierden en los restos, buscando la huella de su propio rastro. Puntos de pérdida o partida. Se estancan y buscan atajos. Los ojos, mientras, indagan en el ordenado caos, en sueños tan conocidos como inexplorados. Miran atrás y en torno, abajo y fuera, repasan el tiempo transcurrido en cosechas sin frutos y sin razón. Y allí va quedando el reflejo naciente, incomprensible…
Si ella estuviera aquí. ¡Ay!, si ella pudiera verlo. Se aproximaría descalza, sigilosamente. Miraría a escondidas sin atreverse a emitir un susurro, un solo juicio, el primer juicio. No querría poner letra a un texto que jamás tendría sentido.

¿Es hermoso o no?, dime. ¿Complicado o sencillo? ¿Demasiado almagre?, ¿y los blancos?, ¿calmo, sucio, limpio? «Eres mi amor», diría. Sólo eso. Si pudiera verlo.


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