Los amores de verano se acaban por toda clase de razones. Pero al fin de cuentas tienen una cosa en común: Son estrellas fugaces, un instante grandioso de la luz de los cielos, una visión momentánea de la eternidad, y en un abrir y cerrar de ojos se van.
"La vida es una fuente interminable de reflexiones, desmedida como la eternidad, inagotables como la maldad e inmensas como el amor".
domingo, 27 de octubre de 2013
De nuevo... otoño
Otoño
El otoño, esa
mágica y lírica estación, nos inunda los sentidos y nos desborda de belleza. La
luz rivaliza con los colores, jugueteando entre los árboles, revelando
asombrosas tonalidades. La tierra se convierte en teñidas y crujientes
alfombras que nos invitan al paseo y a la contemplación de desnudos e
implorantes árboles que, mirando al cielo, sueñan primaveras.
Festival de
colores, bosque encantado, gnomos y hadas brincan alrededor de sus nuevas casas
resurgidas, las setas. Los madroños presumen de rojo y las piedras de musgo.
Olor a castañas, a nueces y a olvido.
Caen las hojas de los árboles como las del almanaque de nuestra vida. El sentido entierra pasiones, arranca olvidos, que el corazón vuelve a desenterrar. El aire, ocre y limpio, impone nostalgias en la mirada y estertores en el alma, que se niega a morir, apasionada.
El otoño nos envuelve con sus colores, sus aromas y su magia, y nos hace soñar, por un corto espacio de tiempo, que somos capaces de reconciliarnos con la vida, y sentirnos agradecidos por poder ser, un año más, afortunados espectadores del mismo milagro.
Caen las hojas de los árboles como las del almanaque de nuestra vida. El sentido entierra pasiones, arranca olvidos, que el corazón vuelve a desenterrar. El aire, ocre y limpio, impone nostalgias en la mirada y estertores en el alma, que se niega a morir, apasionada.
El otoño nos envuelve con sus colores, sus aromas y su magia, y nos hace soñar, por un corto espacio de tiempo, que somos capaces de reconciliarnos con la vida, y sentirnos agradecidos por poder ser, un año más, afortunados espectadores del mismo milagro.
Carmen Bermúdez
Otoño
Qué noble paz en este alejamiento
de todo; oh prado bello que deshojas
tus flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento!
¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de una colina!
En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina.
de todo; oh prado bello que deshojas
tus flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento!
¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de una colina!
En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina.
Juan Ramón Jiménez
Sonata de otoño
Dejé abierta la ventana, y andando sin ruido, como si temiese que mis
pisadas despertasen pálidos espectros, me acerqué a la puerta que momentos
antes habían cerrado trémulas de pasión aquellas manos ahora yertas. Receloso
tendí la vista por el negro corredor y me aventuré en las tinieblas. Todo
parecía dormido en el Palacio. Anduve a tientas palpando el muro con las manos.
Era tan leve el rumor de mis pisadas que casi no se oía, pero mi mente fingía
medrosas resonancias. Allá lejos, en el fondo de la antesala temblaba con
agonizante resplandor la lámpara que día y noche alumbraba ante la imagen de
Jesús Nazareno, y la santa faz, desmelenada y lívida, me infundió miedo, más
miedo que la faz mortal de Concha. Llegué temblando hasta el umbral de su
alcoba y me detuve allí, mirando en el testero del corredor una raya de luz,
que marcaba sobre la negra oscuridad del suelo la puerta de la alcoba donde
dormía mi prima Isabel. Temí verla aparecer despavorida, sobresaltarla por el
rumor de mis pasos, y temí que sus gritos pusiesen en alarma todo el Palacio.
Entonces resolví entrar adonde ella estaba y contárselo todo. Llegué sin ruido,
y desde el umbral, apagando la voz, llamé:
—¡Isabel!... ¡Isabel!...
Me había detenido y esperé. Nada turbó el silencio.
Di algunos pasos y llamé nuevamente:
—¡Isabel!... ¡Isabel!...
Tampoco respondió. Mi voz desvanecíase por la vasta estancia como
amedrentada de sonar. Isabel dormía. Al escaso reflejo de la luz que parpadeaba
en un vaso de cristal, mis ojos distinguieron hacia el fondo nebuloso de la
estancia un lecho de madera. En medio del silencio, levantábase y decrecía con
ritmo acompasado y lento la respiración de mi prima Isabel. Bajo la colcha de
damasco, aparecía el cuerpo en una indecisión suave, y su cabellera deshecha
era sobre las almohadas blancas un velo de sombra. Volví a llamar:
—¡Isabel!... ¡Isabel!...
Había llegado hasta su cabecera y mis manos se posaron al azar sobre los
hombros tibios y desnudos de mi prima. Sentí un estremecimiento. Con la voz
embarcada grité:
—¡Isabel!... ¡Isabel!...
Isabel se incorporó con sobresalto:
—¡No grites, que puede oír Concha!...
Mis ojos se llenaron de lágrimas, y murmuré inclinándome:
—¡La pobre Concha ya no puede oírnos!
Un rizo de mi prima Isabel me rozaba los labios, suave y tentador. Creo que
lo besé. Yo soy un santo que ama siempre al que está triste. La pobre Concha me
lo habrá perdonado allá en el Cielo. Ella, aquí en la tierra, ya sabía mi
flaqueza. Isabel murmuró sofocada:
—¡Sí sospecho esto echo el cerrojo!
—¿Adónde?
—¡A la puerta, bandolero! ¡A la puerta!
No quise contrariar las sospechas de mi prima Isabel. ¡Hubiera sido tan
doloroso y tan poco galante desmentirla! Era Isabel muy piadosa, y el saber que
me había calumniado la hubiera hecho sufrir inmensamente. ¡Ay!... ¡Todos los
Santos Patriarcas, todos los Santos Padres, todos los Santos Monjes pudieron
triunfar del pecado más fácilmente que yo! Aquellas hermosas mujeres que iban a
tentarles no eran sus primas. ¡El destino tiene burlas crueles! Cuando a mí me
sonríe, lo hace siempre como entonces, con la mueca macabra de esos enanos
patizambos que a la luz de la luna hacen cabriolas sobre las chimeneas de los
viejos castillos... Isabel murmuró, sofocada por los besos:
—¡Temo que se aparezca Concha!
Al nombre de la pobre muerta, un estremecimiento de espanto recorrió mi
cuerpo, pero Isabel debió pensar que era de amor. ¡Ella no supo jamás por qué
yo había ido allí!
Ramón del Valle-Inclán
Manos de niño, Carmen Bermúdez
¿Dónde están tus manos de niño?
tus pequeñas manos
que olían a sudor fresco y a goma de borrar
buscando amoroso nido entre las mías
mientras mi corazón hallaba abrigo entre las tuyas.
Tus manos, como dos pájaros,
llenas de alegres trinos
para mis días tristes
rodeando mi cuello,
vistiendo de domingo el almanaque.
Tus manos, dulces apéndices,
pequeñas hadas danzando en el aire
iluminadas
tocando mi rostro
llenando de besos la estancia.
Miro esas manos de hombre
que ya no me pertenecen
ajenas a mí, extrañas,
donde un día habitaron
esas pequeñas manos de niño
que ya nadie acariciará.
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