En mi
ansia por huir de mis demonios domésticos, había
imaginado que un cambio radical de trabajo y geografía sería
como una tabla de salvación en la deriva de mis sentimientos.
Pero al ver aquel desbarajuste de cajas y archivadores amontonados, de
carpetas desparramadas por el suelo y materiales apilados
unos encima de otros sin atisbo de concierto, intuí que me había
equivocado. Jamás se me había pasado por la imaginación que
poner orden a los polvorientos bártulos de un profesor muerto
sería el flotador al que acabara por aferrarme en mitad de la tempestad.
Pero ya no había vuelta atrás. Demasiado tarde, demasiados puentes volados. Y allí estaba yo tras la marcha de Rebecca, encerrada en un sótano en un pueblo perdido de la costa más remota de un país ajeno, mientras a miles de kilómetros mis hijos se adentraban solos en los primeros tramos de sus vidas adultas y el que hasta entones había sido mi marido se disponía a revivir la apasionante aventura de la paternidad con una abogada rubia quince años más joven que yo.
Me apoyé contra la pared y me tapé la cara con las manos. Todo parecía ir a peor y las fuerzas para soportarlo se me estaban agotando. Nada se enderezaba, nada avanzaba. Ni siquiera la inmensidad de la distancia había logrado aportarme un resquicio de optimismo, todo mostraba una tendencia obstinada a volvérseme en contra. Aunque me había prometido a mí misma que iba a ser fuerte, que iba a aguantar con coraje y a no claudicar, en la boca comencé a notar el sabor salado y turbio de la saliva que antecede al llanto.
Con todo, logré contenerme. Logré serenarme y, con ello, frenar la amenaza de sucumbir. Inconscientemente, antes de saltar al vacío, algún mecanismo ajeno a mi voluntad me hizo dar un triple salto mortal en el tiempo y, en el momento en que el hundimiento parecía inevitable, la memoria me transportó en volandas a una etapa lejana del ayer.
Allí estaba yo, con la misma melena castaña, el mismo cuerpo escaso de kilos y dos docenas de años menos, enfrentada a la adversidad de unas circunstancias que, a pesar de su dureza, no me lograron abatir. Me rozaron y me hirieron, pero no me tumbaron. Una prometedora carrera universitaria truncada en su cuarto curso por un embarazo inesperado, unos padres intolerantes que no supieron encajar el golpe, una triste boda de emergencia. Un opositor inmaduro por marido. Un apartamento helador y subterráneo por hogar. Un bebé escuchimizado que lloraba sin consuelo y toda la incertidumbre del mundo ante mí. Tiempos de bocadillos de caballa, tabaco negro y agua del grifo. Clases particulares mal pagadas y traducciones sobre la mesa de la cocina aliñadas con más imaginación que rigor, días de poco sueño y muchas prisas, de carencias, inquietud y desubicación. Ni cuenta en el banco siquiera tenía: en mi haber sólo contaba con la fuerza inconsciente que me proporcionaba el tener veintiún años, un hijo recién nacido y la cercanía de quien creía que iba a ser para siempre el hombre de mi vida.
Y, de repente, todo se había vuelto del revés. Ahora estaba sola y ya no tenía que bregar para sacar adelante a aquel niño flaquito y llorón, ni a su hermano que vino al mundo apenas año y medio después. Ya no tenía que pelear para que ese matrimonio joven y precipitado funcionara, para ayudar a mi marido en sus aspiraciones profesionales, para conseguir terminar la carrera estudiando en la madrugada con apuntes prestados y una estufa a los pies. Para poder costear canguros, guarderías, papillas de cereales y un Renault 5 de tercera mano, para mudarnos a un piso alquilado con calefacción central y un par de balcones. Para demostrar al mundo que mi existencia no era un fracaso. Todo eso había quedado atrás y en aquel nuevo capítulo ya sólo quedaba yo.
Impulsada por la transfusión de lucidez de los recuerdos sobrevenidos, me retiré las manos del rostro y, mientras mis ojos se habituaban de nuevo a la luz fría y fea del neón, me subí las mangas de la camisa por encima de los codos.
-Torres más altas han caído- murmuré al aire.
No tenía ni idea de por dónde empezar a organizar el desastroso legado del profesor Andrés Fontana, pero me lancé a trabajar, arremangada y decidida, como si la vida entera se me fuera en aquella labor.
Pero ya no había vuelta atrás. Demasiado tarde, demasiados puentes volados. Y allí estaba yo tras la marcha de Rebecca, encerrada en un sótano en un pueblo perdido de la costa más remota de un país ajeno, mientras a miles de kilómetros mis hijos se adentraban solos en los primeros tramos de sus vidas adultas y el que hasta entones había sido mi marido se disponía a revivir la apasionante aventura de la paternidad con una abogada rubia quince años más joven que yo.
Me apoyé contra la pared y me tapé la cara con las manos. Todo parecía ir a peor y las fuerzas para soportarlo se me estaban agotando. Nada se enderezaba, nada avanzaba. Ni siquiera la inmensidad de la distancia había logrado aportarme un resquicio de optimismo, todo mostraba una tendencia obstinada a volvérseme en contra. Aunque me había prometido a mí misma que iba a ser fuerte, que iba a aguantar con coraje y a no claudicar, en la boca comencé a notar el sabor salado y turbio de la saliva que antecede al llanto.
Con todo, logré contenerme. Logré serenarme y, con ello, frenar la amenaza de sucumbir. Inconscientemente, antes de saltar al vacío, algún mecanismo ajeno a mi voluntad me hizo dar un triple salto mortal en el tiempo y, en el momento en que el hundimiento parecía inevitable, la memoria me transportó en volandas a una etapa lejana del ayer.
Allí estaba yo, con la misma melena castaña, el mismo cuerpo escaso de kilos y dos docenas de años menos, enfrentada a la adversidad de unas circunstancias que, a pesar de su dureza, no me lograron abatir. Me rozaron y me hirieron, pero no me tumbaron. Una prometedora carrera universitaria truncada en su cuarto curso por un embarazo inesperado, unos padres intolerantes que no supieron encajar el golpe, una triste boda de emergencia. Un opositor inmaduro por marido. Un apartamento helador y subterráneo por hogar. Un bebé escuchimizado que lloraba sin consuelo y toda la incertidumbre del mundo ante mí. Tiempos de bocadillos de caballa, tabaco negro y agua del grifo. Clases particulares mal pagadas y traducciones sobre la mesa de la cocina aliñadas con más imaginación que rigor, días de poco sueño y muchas prisas, de carencias, inquietud y desubicación. Ni cuenta en el banco siquiera tenía: en mi haber sólo contaba con la fuerza inconsciente que me proporcionaba el tener veintiún años, un hijo recién nacido y la cercanía de quien creía que iba a ser para siempre el hombre de mi vida.
Y, de repente, todo se había vuelto del revés. Ahora estaba sola y ya no tenía que bregar para sacar adelante a aquel niño flaquito y llorón, ni a su hermano que vino al mundo apenas año y medio después. Ya no tenía que pelear para que ese matrimonio joven y precipitado funcionara, para ayudar a mi marido en sus aspiraciones profesionales, para conseguir terminar la carrera estudiando en la madrugada con apuntes prestados y una estufa a los pies. Para poder costear canguros, guarderías, papillas de cereales y un Renault 5 de tercera mano, para mudarnos a un piso alquilado con calefacción central y un par de balcones. Para demostrar al mundo que mi existencia no era un fracaso. Todo eso había quedado atrás y en aquel nuevo capítulo ya sólo quedaba yo.
Impulsada por la transfusión de lucidez de los recuerdos sobrevenidos, me retiré las manos del rostro y, mientras mis ojos se habituaban de nuevo a la luz fría y fea del neón, me subí las mangas de la camisa por encima de los codos.
-Torres más altas han caído- murmuré al aire.
No tenía ni idea de por dónde empezar a organizar el desastroso legado del profesor Andrés Fontana, pero me lancé a trabajar, arremangada y decidida, como si la vida entera se me fuera en aquella labor.