"Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo
llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre
dentro de los límites del olivar. Berreos como jaras calcinadas. Tumbado
sobre un costado, su cuerpo en forma de zeta se encajaba en el hoyo sin
dejarle apenas espacio para moverse. Los brazos envolviendo las
rodillas o sirviendo de almohada, y tan sólo una mínima hornacina para
el morral de las provisiones. Había dispuesto una tapadera de varas de
poda sobre dos ramas gruesas que hacían las veces de vigas. Tensó el
cuello y dejó suspendida la cabeza para poder escuchar con mayor
claridad y, entrecerrando los ojos, aguzó el oído en busca de la voz que
le había obligado a huir. No la encontró, ni tampoco distinguió
ladridos y eso le alivió porque sabía que sólo un perro bien adiestrado
podría descubrir su guarida."
"Cruzaban la llanura bajo una luna que todavía no aclaraba el suelo
que pisaban. El muchacho, agarrado a los arreos del burro, sentía el
balanceo del animal como una letanía tan monótona como el territorio que
atravesaban. Negro en las alturas, en el horizonte y en los eriales.
Guiado por el viejo y sostenido por el asno, se abandonó a los recuerdos
del lugar del que procedía".
Os propongo la lectura de esta entrevista publicada en http://latormentaenunvaso.blogspot.com.es
Jesús Carrasco: "Me siento como el amigo que no puede beber porque tiene que conducir"
Entrevista de Care Santos
Una sorprendente ópera prima ha agotado esta temporada los elogios de críticos y editores: Intemperie,
de Jesús Carrasco, publicada por Seix Barral. Su autor, de poco más de
cuarenta años, extremeño —de Badajoz— y afincado en Sevilla, ha escrito
una fábula de la desolación en que un niño es el protagonista. A través
de un lenguaje certero, tan despoblado de elementos superfluos como el
propio paisaje que describe, Carrasco traza la metáfora de un mundo que
está mucho más cerca de lo que imaginamos. En esta entrevista, exclusiva
para La tormenta en un vaso, el autor no habla de su personal ritmo de
escritura, comparte su visión del mundo literario, explica cuál es su
relación con ciertos géneros literarios y deja en el aire algunas
incertidumbres inesperadas.
—¿Qué se siente cuando le emparentan a uno literariamente con Delibes, Llamazares o McCarthy?
—Al
principio, desconcierto. En este momento, no es tanto un sentimiento,
como un entendimiento. A medida que voy conociendo el funcionamiento del
mundo editorial, voy comprendiendo sus códigos. Ahora sé lo difícil que
es dar a conocer "a pelo" a un autor inédito. Para hacerlo, lo más
eficaz es colocar el nombre del nuevo junto al de autores consagrados,
no tanto para comparar sus calidades, como para acotar el territorio
literario en el que habita el desconocido.
—Tardó 20 años antes de decidirse a dar algo a un editor para su
publicación. ¿Es lo suyo un elogio de la lentitud o alguna patología
que podamos conocer?
—Ambas cosas. Soy lentísimo, escribiendo y viviendo. En cuanto a la
patología, podríamos referirnos a ella como autocrítica. No he llamado a
la puerta antes porque no tenía nada que ofrecer que me gustara, al
menos en el terreno de la literatura para adultos.
—Esa tierra de la despoblación y de la desolación que retrata su novela, ¿busca convertirse en metáfora de alguna tierra real?
—Sí, pero no estrictamente. El territorio de la novela está inspirado en
el mundo real. El castillo, el olivar o el pueblo abandonado, existen
de verdad, pero solo los reconocerán como reales aquellos lectores que
vivan en esa zona. Para el resto de lectores, la mayoría, el territorio
conserva toda su carga metafórica. La sequedad y la planicie como
representación de la dimensión mezquina y aburrida de la existencia.
—Su novela no está dividida formalmente en varias partes, pero
tiene dos muy distintas: en la primera, la acción discurre con lentitud,
no parece que pase nada. Es a partir de la mitad, más o menos, que todo
cambia y atrapa de verdad al lector. ¿Era consciente, durante la
escritura, de que generaría este efecto?
—Mi intención era trazar una línea ascendente, pero lo cierto es que,
durante la escritura, al menos en mi caso, estás tan cerca de lo que
haces que no ves bien el conjunto. Cuando terminé la novela, la dejé
reposar durante unas semanas para poder leerla íntegra con cierta
frescura mental. Ahí fue cuando percibí nítidamente las aceleraciones
del texto.
—El niño de su relato es casi un personaje épico. ¿Qué tal se lleva usted con la épica?
—Me llevo bien, pero a mi manera. Salvo casos excepcionales, no me
siento identificado con el ratamiento que la literatura, o el cine, han
hecho de eso que llamamos épica. Seguramente, por diferencias a la hora
de decidir aquello que es heroico. Dice Baudelaire que la tarea del
héroe consiste en buscar lo nuevo braceando en las profundidades de lo
desconocido. Ese podría ser el esquema tradicional. El concepto de lo
heroico que me interesa, es una versión modificada del pensamiento de Baudelaire.
El héroe que busca lo nuevo pero braceando en la superficie de lo
conocido. La persona que, sin salir de su casa, se mira y se transforma.
¿Existe algo más heroico que vencer las propias resistencias?
—El libro ha estado —está aún— en las listas de más vendidos
durante semanas, ha sido traducido a un buen número de lenguas. ¿Ha
tenido que tomar usted algo especial para hacer la digestión de un éxito
tan monumental?
—Sinceramente, no tengo conciencia de estar teniendo un éxito
monumental. Me siento como el amigo que no puede beber porque tiene que
conducir. Me encuentro en medio de una gran fiesta profesional, pero me
cuesta perder la cabeza.
—¿Tiene originales en el cajón?
—No sé si tengo esos originales en un cajón o en una sepultura. Donde
sea que estén, hay tres novelas: dos infantiles y una para adultos.
También varias colecciones de relatos y algunas cosas más.
—Supongo que sus editores querrán que les libre algo antes de que pasen otros 20 años. ¿Lo hará?
—Eso, no lo puedo asegurar.
De ese mismo blog dejo también esta reseña. Aún no he leído el libro, pero lo haré. Tras leer esta reseña me ha "picado la curiosidad" y tan pronto como puedo, pondré mis manos sobre la obra (una vez que esté en mis manos el resto de los sentidos me acompañarán, como siempre hacen, en la lectura del libro).
Ignacio Sanz
Uno desconfía por instinto de los libros que llegan al mercado envueltos
por el ruido de la publicidad. La manifiesta o la encubierta. Tuve
primera noticia de Intemperie a través de la
radio. Una larga entrevista en un programa de fin de semana millonario
en oyentes para un autor novel y desconocido. Eso empieza a oler a
chamusquina. Una semana después, mi amiga y gran lectora, Elena Monreal,
me llamó por teléfono para hablarme del libro. Jolín, esto promete.
Unos días más tarde me encuentro dos referencias en un suplemento “La
sombra del ciprés” de El Norte de Castilla. Entusiastas. Y, pese a todo
sigo con el mosqueo.
En las solapas se habla de Delibes y de Cormac McCarthy como posibles antecedentes. Cuando, por fin, comienzo a leer Intemperie no los veo. Precisamente mi último libro leído es Todos los hermosos caballos de McCarthy. Ya es casualidad. Intemperie
a su lado me resulta premioso, carente de esa agilidad que tiene el
norteamericano con unos diálogos vivaces y riquísimos. También le veo
alejado de Delibes, mucho más ágil, aunque guarde con
él ciertas concomitancias en el escenario rural y en el uso de vocablos
en retroceso como parte de un mundo arrumbado.
Total, que me deslizo por sus primeras páginas con cierta sensación de
pesantez. Como si el libro fuera un mero ejercicio estilístico. Y avanzo
desganado, pero avanzo porque me acuerdo de Elena Monreal. Pero hay un
punto, ya casi a la mitad, en el que en el libro aparecen nuevos
personajes en medio de una llanura árida y desolada en la que, apenas si
han intervenido un viejo pastor de cabras y un niño escapado de un
pueblo fantasma. Ambos viven en condiciones extremadamente precarias.
Pero, a partir de ahí, con la aparición de nuevos personajes, la acción
resulta trepidante, pese a la sensación de tiempo detenido que la
envuelve. Y la historia da un vuelco. Entonces sí, el libro atrapa. Pero
no sólo atrapa. Entonces te percatas de que el autor es un maestro que
ha estado jugando con tu propia paciencia para ofrecerte una historia
excepcional, magníficamente contada. Y te quitas el sombrero frente al
autor primerizo y te preguntas cómo ha podido llevar adelante una
empresa narrativa tan alejada de modas, tan de espaldas del mundo,
precisamente él, que se dedica a la publicidad.
Y piensas en los milagros de la creación literaria. Y te viene al recuerdo la primera vez que leíste Pedro Páramo. En realidad tuviste una sensación parecida de extrañeza y de estupor.
Intemperie es un libro excelso escrito en estado de gracia. Pero no. Esto suena a frase publicitaria. Prueba con otra. Intemperie es una historia iniciática y profunda, sabiamente contada, un desgarro estético que estremece. Intemperie cuenta una historia alucinante y radical desde la alucinación.
Las secuencias brutales que aparecen me persiguen ahora. Detrás de esos
personajes veo Extremadura, veo Castilla, veo Aragón, tierras
calcinadas, tundidas por el sol y el abandono secular, donde unos
personajes desvalidos, aunque enteros y cabales, se defienden de otros
personajes primarios y desalmados.
Y sí, ahora veo ecos de Delibes y resonancias de la brutalidad de MaCarthy.
De manera que, desvanecidos los recelos, rindo pleitesía. ¡Chaparro, chapeau!