La historia de una niña de quince años que carece de amor y afecto,
quien a partir de su primer experiencia sexual crece en su universo
privado, así es hasta que a los 30 años sale de su burbuja y comienza a
experimentar con tríos, travestis y hasta participar en orgías. Sólo
tuvo que pasar un año para que el libro saltara a la pantalla grande en
manos de Bigas Luna.
Así comienza una de la obras de literatura erótica más reconocidas:
Supongo que puede parecer extraño pero aquella imagen,
aquella inocente imagen, resultó al cabo el factor más esclarecedor, el impacto
más violento.
Ellos, sus hermosos rostros, flanqueaban a derecha e
izquierda al primer actor, que entonces no pude identificar, tal era la
confusión en la que aquella radiante amalgama de cuerpos me había sumido previamente.
La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí misma sin
trauma alguno, sujeto y objeto de un placer completo, redondo, autónomo, tan distinto
del que sugieren esos anos mezquinos, fruncidos, permanentemente contraídos en una
mueca dolorosa e irreparable.
Tristes, pensé entonces.
Ellos se miraban, sonrientes, y miraban la abierta grupa
que se les ofrecía. En los bordes, la piel era tensa y rosa, tierna, luminosa y
limpia. Antes, alguien había afeitado cuidadosamente toda la superficie.
Aquella era la primera vez en mi vida que veía un espectáculo
semejante. Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado
a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados,
esperando. Indefenso, encogido como un perro abandonado, un animalillo
suplicante, tembloroso, dispuesto a agradar a cualquier precio.
Un perro hundido, que escondía el rostro, no una mujer.
Había visto decenas de mujeres en la misma postura. Me
había visto a mí misma, algunas veces.
Fue entonces cuando deseé por primera vez estar allí,
al otro lado de la pantalla, tocarle, escrutarle, obligarle a levantar la cara y
mirarle a los ojos, limpiarle la barbilla y untarle con sus propias babas.
Deseé haber tenido alguna vez un par de esos horribles zapatos de charol con
plataforma que llevan las putas más tiradas, unos zancos inmundos,
impracticables, para poder balancearme precariamente sobre sus altísimos tacones
afilados, armas tan vulgares, y acercarme lentamente a él, penetrarle con uno
de ellos, herirle y hacerle gritar, y complacerme en ello, derribarle de la
mesa y continuar empujando, desgarrando, avanzando a través de aquella carne
inmaculada, con movedora, tan nueva para mí.
Ella se me adelantó. Entreabrió los labios y sacó la
lengua. Sus ojos se cerraron y empezó a trabajar. Siempre de riguroso perfil,
como una doncella egipcia, recorría aplicadamente con la punta de la lengua la exigua
isla rosa que rodeaba la sima deseada, lamía sus contornos, resbalaba hacia
dentro, se introducía por fin en ella. Su compañero la miraba y sonreía.
Pero pronto la imitó. También el abrió la boca y cerró
los ojos, y acarició con la lengua esa piel intensa, la frontera del abismo. Al
mismo tiempo, con su mano libre, la única mano que estaba al alcance de la
cámara, golpeó suavemente la grupa del desconocido, que comenzó a moverse
rítmicamente, adelante y atrás, como si respondiera a un secreto aviso. El agujero,
empapado de salivas apenas, se contrajo varias veces.
De vez en cuando, inevitablemente, sus lenguas se encontraban,
y entonces se detenían un instante, se enredaban entre sí y se lamían mutuamente,
para desligarse de nuevo, después, y volver por separado a su tarea original.
Ella dejaba que sus dedos, sus larguísimas uñas pintadas
de rojo oscuro, color de sangre seca, se deslizaran lentamente de arriba abajo,
dejando tras de sí leves surcos blanquecinos, marcando su territorio. El,
mientras tanto, amasaba la carne clara con la mano, la pellizcaba y la
estiraba, imprimiendo sus huellas en la piel. Ninguno de los dos permitió a su
lengua el más breve descanso.
Repentinamente la cámara les abandonó, me abandonó a
mí, a mi pobre suerte.
Tras la primera sacudida, asombro y alborozo, había experimentado
la inefable sensación de un cambio de piel. Estaba muy alterada, pero comprendía.
Era adorable así, mezquino, encogido, la cara oculta. Yo le deseaba. Deseaba
poseerle. Aquélla era una sensación inaudita. Yo no soy, no puedo ser un hombre.
Ni siquiera quiero ser un hombre. Mis pensamientos eran turbios, confusos, pero
a pesar de todo comprendía, no podía dejar de comprender.
Luego, apenas un instante después de la metamorfosis,
la acostumbrada sensación de estar portándome mal.
Un frío húmedo, un desagradable chasquido, la piel erizada,
acabo de salir de un baño templado, asquerosamente tibio, y los baldosines
están helados, y no hay toalla, no puedo secarme, tengo que permanecer de pie
encogida, frotándome todo el cuerpo con las manos, con las yemas sarmentosas, arrugadas
como los garbanzos del cocido familiar, el inevitable cocido de los sábados.
Desvalimiento. Quiero regresar al útero materno,
empaparme en ese líquido reconfortante, encogerme y dormir, dormir durante
años.