Fué una espera interminable. No sé cuanto tiempo pasó en los relojes,
de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a
nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al
derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio
tiempo fué una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y
vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces
extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo
estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras
veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de
infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con
los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi
pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio
de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados.
Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o
túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas
semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos
pasadizos, delante de una escena pintada por mí como clave destinada a
ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los
pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había
llegado.
¡La hora del encuentro había llegado! Pero
¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían
comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los
pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los
separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como
una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era
siempre así: a veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía
qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos,
qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su
rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había
risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una
ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo
túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi
infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos
transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había
creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en
realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no
viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis
extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable
soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y
entonces, mientras o avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía
afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría
y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de
mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué
esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella
no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y
entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo
lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la
veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y
entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo
que había imaginado.