Te esperaba en el alambre del día, comiendo latidos, sofocando el grito
de los huesos. A veces, sin embargo, cuando las poleas levantaban
relámpagos y la noche sabía a almacén, callaba. Recordaba entonces las
cosas pequeñas: la luna húmeda que encendía nuestros pasos junto al
muelle o las palmeras amarillas de Tozeur o aquel lento cometa, sobre
los montes caudalosos, a cuyo paso imaginamos la vejez. Te esperaba,
deshabitado, acariciando el tiempo.
Ahora que se ha endurecido tu imagen, no sé dónde guardas el pan, dónde los quicios, las rodillas familiares, los ídolos de tu olor; he olvidado cuándo regresarán tus manos. Aquí, mientras tanto, ascensores, transeúntes, horas que escupen lágrimas.
Te esperaba. Hablábamos de cosas sencillas. E ingería la ropa, los pezones, tu mínima tos. Después salíamos a cenar como si nos hubiera amenazado un ángel.
Ahora que se ha endurecido tu imagen, no sé dónde guardas el pan, dónde los quicios, las rodillas familiares, los ídolos de tu olor; he olvidado cuándo regresarán tus manos. Aquí, mientras tanto, ascensores, transeúntes, horas que escupen lágrimas.
Te esperaba. Hablábamos de cosas sencillas. E ingería la ropa, los pezones, tu mínima tos. Después salíamos a cenar como si nos hubiera amenazado un ángel.
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