Me había preguntado siempre qué es el amor, pero nunca qué es la
vida. Venimos al mundo y somos el himno mismo de la precariedad. Basta
un virus un poco arrogante, un golpe ligero en la nuca para que nos
deslicemos a la otra parte.
Somos
un himno a la precariedad y una invitación al mal, a hacérnoslo
mutuamente los unos a los otros. Una invitación que hemos aceptado desde
el primer día de la creación. La hemos aceptado por obediencia, por
pasión, por pereza, por distracción. Te mato para vivir. Te mato para
poseer. Te mato para librarme de ti. Te mato porque amo el poder. Te
mato porque no vales nada. Te mato porque quiero vengarme. Te mato
porque matar me da placer. Te mato porque me molestas. Te mato porque me
recuerdas que a mí también me pueden matar.
Todo
en el mundo tiene su contrario. El Norte y el Sur. Lo alto y lo bajo.
El frío y el calor. El macho y la hembra. La luz y la oscuridad. El bien
y el mal. Pero entonces, si es así verdaderamente, ¿por qué es posible
decir: «Te mato» y no es posible decir: «Te devuelvo la vida»? La vida
nació antes que el hombre y ningún hombre es capaz, con su sola
voluntad, de crear la vida. «¡Muere!», podemos gritar, pero no:
«¡Vive!». ¿Por qué? ¿Qué se esconde en este misterio?
Me había
preguntado siempre qué es el amor, pero nunca qué es la vida. Venimos al
mundo y somos el himno mismo de la precariedad. Basta un virus un poco
arrogante, un golpe ligero en la nuca para que nos deslicemos a la otra
parte.
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