El señor Bartleboom deja la pluma, dobla la hoja, la mete en un
sobre. Se levanta, coge de su baúl una caja de caoba, levanta la tapa,
deja caer la carta en su interior, abierta y sin señas. En la caja hay
centenares de sobres iguales. Abiertos y sin señas.
Bartleboom tiene treinta y ocho años. Él cree que en alguna parte,
por el mundo, encontrará a una mujer que, desde siempre, es su mujer. De
vez en cuando lamenta que el destino se obstine en hacerle esperar, con
obstinación tan descortés, pero con el tiempo ha aprendido en el asunto
con gran serenidad. Casi cada día, desde hace ya años, toma la pluma y
le escribe. No tiene nombre y no tiene señas para poner en los sobres,
pero tiene una vida que contar. Y ¿a quién sino a ella? Él cree que
cuando se encuentren será hermoso depositar en su regazo una caja de
caoba repleta de cartas y decirle
- Te esperaba.
Ella abrirá la caja y lentamente, cuando quiera, leerá las cartas una
a una y retrocediendo por un kilométrico hilo de tinta azul recobrará
los años -los días, los instantes- que ese hombre, incluso antes de
conocerla, ya le había regalado. O tal vez, más sencillamente, volcará
la caja y, atónita ante aquella divertida nevada de cartas, sonreirá
diciéndole a ese hombre
- Tú estás loco.
Y lo amará para siempre.
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