Hacía dieciocho días que ella se había marchado,
dieciocho días que él permanecía en silencio. ¿Qué decir, al cabo de
dieciocho días, a una mujer que te coge de la mano y se ofrece sin
calcular? ¿Que tanta prodigalidad le hacía retroceder?
¿Que estaba petrificado? Se decía que nunca
tendría brazos suficientemente largos para recibir todo el amor que
dispensaba Joséphine. Tendría que inventar palabras, frases, juramentos,
contenedores, trenes de mercancías, estaciones de carga y descarga.
Ella había entrado en él como en una habitación vacía.
No debería haberse marchado. Habría amueblado esa
habitación con sus palabras, sus gestos, sus abandonos. Le habría dicho
en voz baja que no fuese tan deprisa, que yo era un debutante. Se puede
improvisar un beso sobre el andén de una estación, repetirlo contra un
horno sin pensarlo, pero cuando, de pronto, todo se vuelve posible, uno
ya no sabe.
Había dejado pasar un día, dos días, tres días..., dieciocho días.
Y quizás diecinueve, veinte, veintiuno.
Un mes... Tres meses, seis meses, un año.
Será demasiado tarde. Estaremos convertidos en estatuas de piedra, ella y yo.
¿Cómo explicarle que ya no sé quién soy? He
cambiado de dirección, de país, de mujer, de ocupación, quizás tendría
que cambiar de nombre. Ya no sé nada de mí.
Sé, por el contrario, lo que ya no quiero ser, a dónde ya no quiero ir.
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