La pared quedó iluminada y me encontré frente a frente con un mural lleno de fotos polaroid.
Las instantáneas estaban agrupadas de doce en doce... Estaban separadas por años...
Las instantáneas estaban agrupadas de doce en doce... Estaban separadas por años...
Creo que conté que debía de haber casi cuarenta años seguidos en
aquella pared...
Las fotos eran primeros planos de hombres y mujeres en diferentes lugares y realizando actividades cotidianas... Tomaban café, fumaban, reían..
Las fotos eran primeros planos de hombres y mujeres en diferentes lugares y realizando actividades cotidianas... Tomaban café, fumaban, reían..
Si no hubiese visto años atrás los faros del Sr. Martín, creo
que aquello me hubiera extrañado más.
Pero cuando a los diez años has visto la colección más
fascinante de imágenes rubricadas con adjetivo, nada puede sorprenderte ya.
—¿Quiénes son? —pregunté.
—Mis perlas. —Sonrió—. Cada año de mi vida he buscado doce perlas. Doce personas que no conociera pero que se me aparecieran y marcaran mi mundo de tal manera que mi yo virara.
—¿Mi yo virara? —repetí.
—El Sr. Martín fue una perla de tu vida. —Me lo ejemplificó y yo se lo agradecí—. Fue una joya que el mundo te dio y, aunque han pasado los años, aún la conservas... Eso confirma qué gran perla fue, pues el tiempo no le ha quitada nada de su brillo ni de su intensidad.
Miré detenidamente aquel mural.
No podría deciros qué predominaba. Las perlas eran de todos los colores, sexos y edades. Me gustaba contemplarlas...
No sé si estuve diez o doce minutos en silencio absoluto admirando aquel collar...Aquel collar de perlas...
Había algo en esos rostros, en esas miradas, que desprendía energía. Sonreí.
—Hay energía en ellos, ¿verdad?
Él también sonrió.
—Mucha. Tres de ellos son más que perlas... Son esas energías especiales de las que te hablé en el barco, esas que has de encontrar... Almas que se funden con la tuya propia.
—¿De verdad? —Estaba entusiasmado con esa definición.
Él continuó hablando:
—Con el tiempo, algunas perlas pasan a ser diamantes. Cada ochenta o noventa perlas aparece un diamante... Un diamante, para que me entiendas, es una de esas personas que se hace tan básica y tan importante en tu vida que parece creada únicamente para ti...
Le entendía, pero creo que mi cara indicaba lo contrario. Él continuaba dándome ejemplos.
—Esos diamantes son como tus desparramados.
—¿Desparramados...? —Mi interés iba in crecendo.
—Sí, tengo la teoría de que nos desparraman.
—¿A quiénes?
—A cada uno de nosotros y a cuatro personas más... Te desparraman en el mundo para que con el tiempo vayas encontrando a los otros cuatro. Ése es uno de los sentidos de la vida; encontrar desparramados, y por eso hay señales, para que no te confundas.
—¿Y cómo son esas señales? —pregunté.
—Algo que los une, puede ser algo sumamente sencillo...
—¿Qué ocurre cuando conoces a los cuatro diamantes?
Se tomó su tiempo. Demasiado para mi gusto, pues deseaba tanto conocer la respuesta que no podía esperar.
—No lo sé... Pero estoy seguro de que pasa algo.
Noté que me mentía, pero no me atreví a preguntar de nuevo.
En todas las fotos salía retratada una mujer, excepto en dos. La que yo le hice y la que él me realizó.
La mujer le miraba. Él aparecía de escorzo junto a ella.
George observó esas fotografías con un rostro tan repleto de nostalgia que nunca lo he olvidado; ninguna otra expresión de recuerdo extremo se ha asemejado jamás a ésa.
—¿Es una perla? —indagué.
—Un diamante en bruto. —Sonrió—. Se fue hace años. Aún no había tenido valor de ver estas fotos.
—¿Quiénes son? —pregunté.
—Mis perlas. —Sonrió—. Cada año de mi vida he buscado doce perlas. Doce personas que no conociera pero que se me aparecieran y marcaran mi mundo de tal manera que mi yo virara.
—¿Mi yo virara? —repetí.
—El Sr. Martín fue una perla de tu vida. —Me lo ejemplificó y yo se lo agradecí—. Fue una joya que el mundo te dio y, aunque han pasado los años, aún la conservas... Eso confirma qué gran perla fue, pues el tiempo no le ha quitada nada de su brillo ni de su intensidad.
Miré detenidamente aquel mural.
No podría deciros qué predominaba. Las perlas eran de todos los colores, sexos y edades. Me gustaba contemplarlas...
No sé si estuve diez o doce minutos en silencio absoluto admirando aquel collar...Aquel collar de perlas...
Había algo en esos rostros, en esas miradas, que desprendía energía. Sonreí.
—Hay energía en ellos, ¿verdad?
Él también sonrió.
—Mucha. Tres de ellos son más que perlas... Son esas energías especiales de las que te hablé en el barco, esas que has de encontrar... Almas que se funden con la tuya propia.
—¿De verdad? —Estaba entusiasmado con esa definición.
Él continuó hablando:
—Con el tiempo, algunas perlas pasan a ser diamantes. Cada ochenta o noventa perlas aparece un diamante... Un diamante, para que me entiendas, es una de esas personas que se hace tan básica y tan importante en tu vida que parece creada únicamente para ti...
Le entendía, pero creo que mi cara indicaba lo contrario. Él continuaba dándome ejemplos.
—Esos diamantes son como tus desparramados.
—¿Desparramados...? —Mi interés iba in crecendo.
—Sí, tengo la teoría de que nos desparraman.
—¿A quiénes?
—A cada uno de nosotros y a cuatro personas más... Te desparraman en el mundo para que con el tiempo vayas encontrando a los otros cuatro. Ése es uno de los sentidos de la vida; encontrar desparramados, y por eso hay señales, para que no te confundas.
—¿Y cómo son esas señales? —pregunté.
—Algo que los une, puede ser algo sumamente sencillo...
—¿Qué ocurre cuando conoces a los cuatro diamantes?
Se tomó su tiempo. Demasiado para mi gusto, pues deseaba tanto conocer la respuesta que no podía esperar.
—No lo sé... Pero estoy seguro de que pasa algo.
Noté que me mentía, pero no me atreví a preguntar de nuevo.
En todas las fotos salía retratada una mujer, excepto en dos. La que yo le hice y la que él me realizó.
La mujer le miraba. Él aparecía de escorzo junto a ella.
George observó esas fotografías con un rostro tan repleto de nostalgia que nunca lo he olvidado; ninguna otra expresión de recuerdo extremo se ha asemejado jamás a ésa.
—¿Es una perla? —indagué.
—Un diamante en bruto. —Sonrió—. Se fue hace años. Aún no había tenido valor de ver estas fotos.
Se quedó en silencio. Se acercó al saco de boxeo que
presidía el centro de la estancia y lo acarició.
—¿Sabes qué hay dentro de este saco? —preguntó sin dejar de acariciarlo.
Negué con la cabeza.
—Trozos de mis perlas. Cuando alguna desaparece de mi mundo, cojo parte de su ropa o un objeto importante que la defina y lo introduzco en el saco.
»Hay muchas pertenencias de ella aquí.
»A veces golpeo el saco con rabia, otras lo acaricio y alguna vez bailo con ella y con la otra gente que me ha dejado.
Y se puso a bailar. Recordé al Sr. Martín y su maniquí. Fue precioso ver la intensidad de una anécdota en movimiento en otro cuerpo.
Él bailaba con ese saco repleto de rastros y restos de sus perlas, de la gente que había amado y querido... Y yo sentí envidia; aún no había deseado a nadie.
La música que sonaba era producto del roce del anclaje del saco con el techo y del leve zumbido que emitía la bombilla roja del laboratorio.
Sentía tanta envidia sana por aquel hombre con una vida tan intensa, que no pude más que acercarme a su saco y danzar junto a él.
Ahí estábamos, bailando separados por ese hermoso y extraño saco rojo lleno de vida.
Os juro que sentí algo tan agradable que no he vuelto a notar jamás bailando. Y eso que he intentado danzar con toda persona con la que he tenido alguna afinidad.
Pero el extraño roce de aquel saco rojo y la sensación de que su contenido era pura energía que te traspasaba y llegaba a todos los nervios de tu organismo es insuperable.
Además, las yemas de George y las mías se rozaban levemente. 63 años y 13 unidos a través de un saco. Medio siglo de experiencias nos separaban.
Si en aquel momento hubiera entrado la policía buscándome, le hubieran detenido inmediatamente.
A veces, las imágenes no sirven para explicar un sentimiento y una realidad.
Para nosotros, aquello era como un precioso abrecartas de nácar con incrustaciones de diamante. A ojos de un desconocido podría llegar a ser únicamente un vulgar puñal
decorado con restos de bisutería.
Bailamos largo tiempo. Cuando acabamos de danzar, le miré y le abracé.
—Has de volver a casa. Lo sabes, ¿verdad? —me susurró.
Asentí con la mirada perdida, pero me resistía a cumplir con lo que me pedía; nos faltaba tanto por vivir...
—¿Sabes qué hay dentro de este saco? —preguntó sin dejar de acariciarlo.
Negué con la cabeza.
—Trozos de mis perlas. Cuando alguna desaparece de mi mundo, cojo parte de su ropa o un objeto importante que la defina y lo introduzco en el saco.
»Hay muchas pertenencias de ella aquí.
»A veces golpeo el saco con rabia, otras lo acaricio y alguna vez bailo con ella y con la otra gente que me ha dejado.
Y se puso a bailar. Recordé al Sr. Martín y su maniquí. Fue precioso ver la intensidad de una anécdota en movimiento en otro cuerpo.
Él bailaba con ese saco repleto de rastros y restos de sus perlas, de la gente que había amado y querido... Y yo sentí envidia; aún no había deseado a nadie.
La música que sonaba era producto del roce del anclaje del saco con el techo y del leve zumbido que emitía la bombilla roja del laboratorio.
Sentía tanta envidia sana por aquel hombre con una vida tan intensa, que no pude más que acercarme a su saco y danzar junto a él.
Ahí estábamos, bailando separados por ese hermoso y extraño saco rojo lleno de vida.
Os juro que sentí algo tan agradable que no he vuelto a notar jamás bailando. Y eso que he intentado danzar con toda persona con la que he tenido alguna afinidad.
Pero el extraño roce de aquel saco rojo y la sensación de que su contenido era pura energía que te traspasaba y llegaba a todos los nervios de tu organismo es insuperable.
Además, las yemas de George y las mías se rozaban levemente. 63 años y 13 unidos a través de un saco. Medio siglo de experiencias nos separaban.
Si en aquel momento hubiera entrado la policía buscándome, le hubieran detenido inmediatamente.
A veces, las imágenes no sirven para explicar un sentimiento y una realidad.
Para nosotros, aquello era como un precioso abrecartas de nácar con incrustaciones de diamante. A ojos de un desconocido podría llegar a ser únicamente un vulgar puñal
decorado con restos de bisutería.
Bailamos largo tiempo. Cuando acabamos de danzar, le miré y le abracé.
—Has de volver a casa. Lo sabes, ¿verdad? —me susurró.
Asentí con la mirada perdida, pero me resistía a cumplir con lo que me pedía; nos faltaba tanto por vivir...
Una entrevista al autor en el programa Buenafuente 2011
Y ahora... otra versión, esta vez en formato músical...
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