Natalia
Ginzburg pensó que su amigo nunca tuvo esposa, ni hijos, ni casa
propia. Lo recordó terco y solitario, amante imposible, siempre
enamorado. El último amor que lo arrebató de la vida fue el que mantuvo
con la actriz Constance Dowling
La escritora Natalia Ginzburg regresó a
Turín siete años después de que su amigo Cesare Pavese se hubiera
suicidado. Turín era la ciudad donde se habían conocido de jóvenes,
habían trabajado juntos en la editorial Einaudi, tal vez se habían
enamorado en secreto. Viejos tiempos, otros días, otros juegos. Después
de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, que se había cebado con su
familia, Natalia volvía desde Londres con su segundo marido y apenas
cruzó el vestíbulo de la estación de Porta Nuova se dirigió a la plaza
porticada de Carlo Felice. Llena de melancolía percibió que la ciudad
seguía oliendo a hollín, que los comercios y los cines mantenían los
mismos nombres, allí estaba también el puesto de helados rosas y
blancos, que le recordaban los días felices de su niñez, pero ahora
había trolebuses y algún paso subterráneo nuevo.
"Natalia conocía todos sus avatares amorosos. Lo recordó terco y solitario, amante imposible, siempre enamorado"
La escritora se detuvo ante la puerta
del albergo Roma, situado bajo las arcadas de la plaza y decidió entrar.
Detrás del mostrador encontró a la mujer de siempre, una hija de la
familia que había regentado este humilde hotel desde hacía más de cien
años. En el angosto recibidor todo seguía igual. Los dos radiadores, la
moqueta roja, los dos pequeños sillones raídos, el espejo velado. La
mujer de la recepción conocía el pasado de Natalia Ginzburg y supo
enseguida el motivo de la visita: "La habitación que busca es la 346,
está en la segunda planta" -le dijo-. Subió agarrada a la barandilla
metálica de la escalera y una criada le abrió la puerta con una llave
que se sacó del bolsillo del delantal. En aquella habitación el tiempo
también se había detenido. Estaba intacta, tal como la dejó la muerte,
con el aire estancado. La misma cama estrecha con cabecera de hierro, el
perchero, la silla, la mesa de madera, el teléfono negro colgado en la
pared, la lámpara de plástico en la mesilla de noche, la cortina de la
ventana. Nadie había tocado ninguno de estos enseres desde entonces,
hacía siete años. La escritora comenzó a llorar.
Un sábado, 26 de agosto de 1950,
Cesare Pavese dejó la casa de su hermana María con la que vivía y se
dirigió al albergo Roma con un maletín en el que no llevaba ninguna
prenda de ropa sino un solo libro, Diálogos con Leucó. La
humedad que liberaba el río Po envolvía en un calor pegajoso de final de
verano la ciudad desierta. El poeta acababa de sufrir el último desaire
amoroso, pidió habitación y una vez instalado en ella realizó tres
llamadas de teléfono mientras la oscuridad de la tarde se instalaba en
la ventana. Se oían escapes de motocicletas que cruzaban la plaza. El
poeta tal vez imaginó que cada una de aquellas máquinas llevaría en el
trasportín a una muchacha feliz de regreso del campo después de darse
con su novio un revolcón sobre la hierba, como había descrito en unos de
sus poemas. "La muchacha, sentada, se acicala el peinado / y no mira al
compañero, tendido, con los ojos abiertos".
No obtuvo ninguna respuesta a sus tres
llamadas, el último hilo que le unía a la vida. El poeta se descalzó,
se tendió en la cama con la camisa blanca y el traje oscuro, se aflojó
el nudo de la corbata y los pies pálidos, desnudos formaron dos alas
dispuestas a volar. Pocos días antes había confesado en una carta a su
amiga Pierina que nunca se había despertado con una mujer al lado, que
nunca había experimentado la mirada que dirige a un hombre una mujer
enamorada. Ni siquiera había tenido el amor maternal, que cualquier niño
merece. Su madre Consolina había tratado siempre con un rigor
absorbente a su hijo Cesare, el menor de cinco hermanos, tres de ellos
ya muertos, y le había transferido los traumas que ella había sufrido
con su marido, quien en el lecho de muerte pidió ver por última vez a
una vecina, que había sido su amante, y ella se negó a dejarla pasar.
Esta escena cargó la neurosis del adolescente hasta convertirlo en un
ser introvertido, solitario, negado para la amistad y a la hora de
conquistar a una mujer tampoco le ayudaba su rostro ceniciento, su
carácter agrio y pesimista y al mismo tiempo excesivamente enamoradizo.
Natalia Ginzburg admiraba su obra,
había sido su confidente y tal vez uno de sus amores frustrados. Nacida
en Palermo en 1916, hija del judío Giuseppe Levi, profesor de medicina,
perseguido por sus ideas antifascistas, su familia se trasladó a Turín
donde Natalia se casó con el historiador Leone Ginzburg, de origen ruso,
cofundador de la editorial Einaudi, también encarcelado por su
ideología, confinado en un pueblo de los Abruzzos y finalmente torturado
hasta la muerte en la cárcel de Regina Coeli en 1944 por los nazis.
Pavese y Natalia habían sido compañeros, camaradas, amigos antes de la
guerra. Se veían todos los días en la editorial donde él trabajaba de
lector y traductor. Natalia conocía todos sus avatares amorosos. Primero
fue su pasión por Battistina Pizzardo, activista del Partido Comunista.
Ella se sirvió de su amor para usarlo de correo en la clandestinidad y
gracias a este favor el enamorado fue a la cárcel y luego desterrado a
Brancaleone Calabro. Allí escribió el libro de poemas Trabajar cansa, pero al volver a Turín se encontró a Battistina, la mujer de la voz ronca, casada con un antiguo novio.
Pavese había conseguido librarse de ir
a la guerra por ser asmático y terminada la contienda, afiliado al PCI,
siguió trabajando en la editorial Einaudi, escribiendo novelas y
enamorándose equivocadamente. Esta vez el fracaso lo obtuvo de Bianca
Garuffi, otra escritora, empleada en las mismas oficinas y con la que
publicó un libro creado a medias. La relación fue tormentosa. Frente a
la cama que la muerte dejó hecha en la habitación 346 del albergo Roma,
Natalia Ginzburg pensó que su amigo nunca tuvo esposa, ni hijos, ni casa
propia. Lo recordó terco y solitario, amante imposible, siempre
enamorado, escribiendo en los cafés llenos de humo alguno de aquellos
versos: "Los dos, tendidos sobre la hierba, vestidos, se miran a la
cara, entre los tallos delgados la mujer le muerde los cabellos y
después muerde la hierba". El último amor que lo arrebató de la vida fue
el que mantuvo con la actriz norteamericana Constance Dowling, ex
amante de Elia Kazan, de la que quedó colgado durante un rodaje en Roma.
Le ofreció matrimonio, pero la rubia que fue famosa por sus ojos de
avellana se casó con otro. ¿Ojos color de avellana? Fue a esta mujer a
la que el poeta dedicó el verso más famoso que han ido repitiendo desde
entonces todos los amantes desesperados: "Vendrá la muerte y tendrá tus
ojos".
El despecho le obligó a escribir en su
diario: "Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré
más". De hecho no cumplió su palabra porque en el albergo Roma, un
momento antes de tomar varios tubos de barbitúricos, de aflojarse el
nudo de la corbata y de tumbarse en la cama con el traje oscuro y los
pies desnudos había escrito en una página en blanco del libro Diálogos con Leucó: "Perdono a todos y a todos pido perdón. No chismorreen demasiado".
Natalia Ginzburg pensó que su amigo
había elegido morir esa tarde de agosto tórrido como un forastero,
cuando ninguno de sus amigos estaba en la ciudad. No fue necesario
abandonar la cama, solo el alba como su última amante entró en el cuarto
vacío. Al día siguiente era domingo y las campanas de Santa María
tocaron a misa sobre el cadáver del poeta y los fieles acicalados al
salir a la plaza compraban helados rosas y blancos a sus niños. Siete
años después de aquello, allí frente a la cama vacía Natalia Ginzburg,
su amor secreto, se secaba las lágrimas.
MANUEL VICENT 26/03/2011
El Pais
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