"Decidió
volver a pie y se equivocó de camino sin darse cuenta. En lugar de tomar a la
izquierda y bajar por el bulevar Montparnasse hasta llegar a la Academia
Militar, siguió todo recto y fue a parar a la calle Rennes. Fue por culpa de
las tiendas, las guirnaldas, la animación…
Camille
era como un insecto; la atraía la luz y la sangre caliente de la muchedumbre.
Tenía
ganas de ser parte de esa multitud, de ser como toda esa gente, de ir con
prisa, de estar emocionada y atareada. Tenía ganas de entrar en las tiendas y
comprar tonterías para mimar a las personas a las que quería. Aflojó el paso
para preguntarse: ¿a quien quería? Vamos, vamos, se
reprendió, subiéndose el cuello de la chaqueta, no empieces, anda,
están Pierre y Mathilde, Philibert, y tus amigas de Todoclean… Aquí, en esta
tienda de bisutería seguro que encuentras alguna cosita para Mamadou, que es
tan coqueta… Y por primera vez desde hacía mucho tiempo, hizo lo
mismo que todo el mundo, y al mismo tiempo: se paseó por las calles, calculando
su paga extra… Por primera vez en mucho tiempo, no pensaba en el día de mañana.
Y no era una simple expresión. El día de mañana, o sea, el día siguiente.
Por
primera vez desde hacía mucho tiempo, el día siguiente le parecía… posible e
imaginable. Sí, eso era exactamente: posible e imaginable. Tenía un lugar en el
que le gustaba vivir. Un lugar extraño y singular, como las personas que lo
habitaban. Camille apretaba con fuerza las llaves que tenía en el bolsillo,
pensando en las semanas que acababan de pasar. Había conocido a un
extraterrestre. Un ser generoso, anacrónico, que estaba a mil leguas del mundo
real, y no parecía vanagloriarse en absoluto de ello. También estaba el cabeza
de chorlito del otro. Bueno, con él sería todo más complicado… Quitando sus
historias de motos y de cacerolas, Camille no veía muy bien qué más se podía
sacar de él, pero por lo menos le había emocionado su cuaderno, bueno, tanto
como emocionado… qué exagerada, digamos que le había llamado la atención. Era
más complicado, y a la vez podía ser más sencillo: el manual de instrucciones
parecía bastante básico…
Sí,
había progresado, pensaba Camille, pisando huevos detrás de la gente.
El
año anterior por esa época se encontraba en un estado tan lamentable que no
había sabido decirle su nombre al tío del Samur que la había recogido en la
calle, y el año anterior, estaba trabajando tanto que ni se había dado cuenta
de que era Navidad; su «benefactor» se abstuvo de recordárselo no fuera a ser
que perdiera el ritmo… Así que lo podía decir, ¿no? Podía pronunciar esas pocas
palabras que no hace tanto tiempo se le hubieran quedado atragantadas en la
garganta: estaba bien, se encontraba bien y la vida era bella. Uf, por fin lo
había dicho. Anda, tonta, no te pongas colorada. No te des la vuelta.
Tranquila, nadie te ha oído pronunciar estas locuras.
Tenía
hambre. Entró en una panadería y se compró unos pastelillos. Unas cositas
riquísimas, ligeras y dulces. Se chupó largo rato los dedos antes de atreverse
a volver a entrar en una gran superficie, donde encontró regalitos para todo el
mundo. Un perfume para Mathilde, bisutería para las chicas, unos guantes para
Philibert, y unos puros para Pierre. ¿Se podía ser más convencional? No. Eran
los regalos de Navidad más tontos del mundo, pero eran perfectos.
Terminó
sus compras cerca de la plaza de Saint-Sulpice y entró en una librería. Eso
también era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo… Ya no se atrevía a
aventurarse en ese tipo de sitios. Era difícil de explicar, pero le hacía
demasiado daño, era… No, no podía decir eso… Ese abatimiento, esa cobardía, ese
riesgo que ya no quería correr… Entrar en una librería, ir al cine, ver
exposiciones o echar una ojeada a los escaparates de las galerías de arte era
tocar con el dedo su mediocridad, su pusilanimidad, y recordar que había tirado
la toalla un día de desesperación y que desde entonces ya nunca la había
recuperado…
Entrar
en cualquiera de esos lugares cuya legitimidad dependía de la sensibilidad de
algunos era recordar que su vida era vana…
Camille
prefería las secciones de cualquier gran superficie.
¿Quien
podía entender eso? Nadie.
Era
una batalla personal. La más invisible de todas. La más desgarradora también.
¿Y cuántas noches de trabajo, de soledad y de limpiar retretes tendría que
infligirse todavía para salir vencedora?
Al
principio evitó la sección de Bellas Artes, que conocía de memoria por haberla
frecuentado mucho en la época en que intentaba estudiar en la facultad del
mismo nombre, y luego, más tarde, con fines menos gloriosos… De hecho, no tenía
intención de visitar esa sección. Era demasiado pronto. O demasiado tarde
justamente. Era como esa historia de tocar fondo e impulsarse hacia arriba…
¿Tal vez estaba en un momento de su vida en el que ya no podía contar con la
ayuda de los grandes maestros?
Desde
que había tenido edad para sujetar un lápiz, le habían repetido que tenía
talento. Mucho talento. Demasiado. Era muy prometedora, demasiado lista o
demasiado mimada. A menudo, sinceros, otras veces más ambiguos, esos halagos no
la habían llevado a ninguna parte, y ahora, cuando ya sólo valía para llenar
frenéticamente de bosquejos cuaderno tras cuaderno, como una obsesa, Camille se
decía que no le importaría nada cambiar esas dos toneladas de talento por un
poco de inocencia. O por una pizarra mágica, por ejemplo… Una pasada y, ¡hala!,
borrarlo todo. Adiós técnica, adiós referencias, adiós talento, adiós todo. A
empezar de cero.
Así
que mira, el bolígrafo se coge entre los dedos índice y pulgar… No, de hecho,
lo puedes coger como te dé la gana. Luego, es muy fácil, ya no tienes que
pensar en nada. Tus manos ya no existen. Ya no son lo importante. No, así no
está bien, sigue siendo demasiado bonito. No se te pide que hagas algo bonito,
¿sabes…? Lo bonito nos trae sin cuidado. Para eso ya están los dibujos de los
niños y el papel cuché de las revistas. Eh, tú, genio, tú que crees que tienes
tanto talento pero estas vacía por dentro, ponte unas manoplas, hala, que sí,
que te las pongas te digo, y quizá por fin verás que dibujarás un círculo
fallido casi perfecto…
Camille
deambuló pues entre los libros. Se sentía perdida. Había tantos, y hacía tanto
tiempo que había perdido el hilo de la actualidad que todas esas fajas rojas en
las portadas la mareaban. Miraba las cubiertas, leía las sinopsis, comprobaba
la edad de los autores, haciendo una mueca cuando veía que habían nacido
después que ella. No era un método de selección muy bueno que digamos… Se
dirigió hacia la sección de libros de bolsillo. El papel de mala calidad y la
letra pequeña la intimidaban menos. La portada de ese libro, en la que salía un
niño con gafas de sol, era muy fea, pero el principio de la historia le
gustaba:
«Si
tuviera que resumir mi vida con un solo hecho, esto es lo que diría: tenía
siete años cuando el cartero me atropelló la cabeza. Ningún otro acontecimiento
habrá sido más formador para mí. Mi existencia caótica, tortuosa, mi cerebro
enfermo y mi fe en Dios, mis agarradas con las alegrías y las penas, todo eso,
de una forma o de otra, se deriva de ese instante en el que, una mañana de
verano, la rueda trasera izquierda del todoterreno de Correos aplastó mi cabeza
de niño contra la gravilla ardiente de la reserva apache de San Carlos.»
No
estaba mal, no… Además el libro era un buen tocho, bien gordo y bien denso.
Había diálogos, fragmentos de cartas y unos bonitos subtítulos. Siguió
hojeándolo y, al final del primer tercio aproximadamente, leyó lo siguiente:
«"Gloria",
dijo Barry, adoptando su tono doctoral. "Éste es tu hijo Edgar. Hace
tiempo que aguarda el momento de volver a verte."
»Mi
madre miró a todos lados, salvo hacia mí. "¿Queda alguna todavía?",
le preguntó a Barry con una vocecita aguda que me encogió el estomago.
»Barry
suspiró y fue a la nevera a buscar otra lata de cerveza. "Es la última,
luego iremos a comprar más." La dejó encima de la mesa, delante de mi
madre, y luego sacudió ligeramente el respaldo de su silla, "Gloria, es tu
hijo", volvió a decir, "está aquí".»
Sacudir
el respaldo de la silla… ¿Tal vez fuera ése el truco?
Cuando,
cerca del final, cayó sobre este párrafo, cerró el libro, segura de sí misma:
«Sinceramente,
no tengo ningún merito. Salgo con mi cuaderno y la gente se pone a mis pies.
Llamo a su puerta y me cuentan su vida, sus pequeños triunfos, sus motivos de
rabia y sus anhelos ocultos. En cuanto a mi cuaderno, que de todas maneras sólo
llevo para aparentar, me lo suelo guardar en el bolsillo, y escucho
pacientemente hasta que me hayan dicho todo lo que tenían que decir. Después
viene lo más fácil. Vuelvo a mi casa, me instalo delante de mi máquina Hermès
Jubilé y hago lo que llevo haciendo desde hace casi veinte años: escribo todos
los detalles interesantes.»
Una
cabeza espachurrada en la infancia, una madre medio zumbada y un cuadernito en
el fondo del bolsillo…
Qué
imaginación…"
Sipnosis:
Camille tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y se esmera en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche y su relación con el mundo es agonizante. Philibert, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y vulgar, lo cual irrita a la única persona que lo ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto. Cuatro supervivientes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia. Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad. Anna Gavalda deja hablar a sus personajes, posee un agudo sentido de la observación de la fragilidad del ser humano, del delicado equilibrio entre la felicidad y la desesperanza, entre los sentimientos y las palabras para contarlos. Ha dado en el blanco con una novela divertida, que se lee de un tirón y que celebra la felicidad de estar con quien de verdad es importante. A punto de ser llevada al cine, Juntos, nada más ha hecho temblar durante meses las listas de los libros más vendidos de Francia.
Sipnosis:
Camille tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y se esmera en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche y su relación con el mundo es agonizante. Philibert, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y vulgar, lo cual irrita a la única persona que lo ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto. Cuatro supervivientes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia. Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad. Anna Gavalda deja hablar a sus personajes, posee un agudo sentido de la observación de la fragilidad del ser humano, del delicado equilibrio entre la felicidad y la desesperanza, entre los sentimientos y las palabras para contarlos. Ha dado en el blanco con una novela divertida, que se lee de un tirón y que celebra la felicidad de estar con quien de verdad es importante. A punto de ser llevada al cine, Juntos, nada más ha hecho temblar durante meses las listas de los libros más vendidos de Francia.
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