Todos
duermen. Yo, sentada frente al mar, contemplo el amanecer.
Aún no sabría explicar por qué al llegar a aquella casa me puse a llorar. Ya han transcurrido varios meses y todavía recuerdo aquel día como si fuera la escena de una película. Como si no hubiera sido yo la protagonista de aquellos acontecimientos que han cambiado mi vida. A veces, nuestra existencia discurre de una forma anodina, como si una mano invisible nos trajera y nos llevase a lo largo de un destino que no controlamos. Pero un día cualquiera, sin que nada nos haga presagiar ningún cambio, esa mano nos suelta y nos invita a vivir por nuestra cuenta y a hacernos merecedores de nuestro propio devenir. Entonces, algo en nuestro interior nos hace intuir que existe una razón para vivir. En esos momentos aún no sabemos cuál es. Y somos conscientes de que quizás no lleguemos a averiguarlo nunca. Pero la simple certeza de que la vida tiene un sentido nos despierta y nos da el valor suficiente para adentrarnos en ese misterioso espacio que configura nuestra existencia y el mundo que nos rodea. Al menos eso es lo que me pasó a mí. Cumpliendo la promesa que me hice a mí misma cuando murió Ginés, me dispongo a hablar sobre el secreto que mantuvo oculto durante toda su vida. Y al hacerlo, también me redimo de mi propia vida. Porque todos estamos interconectados y lo que nos afecta a cada uno, también influye en los demás.
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