No se trata, ni mucho menos de una novedad, pero si que es el primer libro que Boyne escribe para niños.
En
2007 y 2008 fue el libro más vendido del año en España. Asimismo ha
alcanzado el número uno de la listas de ventas del New York Times y ha
sido también nº 1 en el Reino Unido, Irlanda, Australia y otros muchos
países.
La acción se narra desde el punto de vista de Bruno, el hijo de nueve años de un militar de alto rango nazi. La familia de Bruno se ve obligada a abandonar Berlín cuando a su padre lo destinan para trabajar en el campo de exterminio de Auschwitz. La familia acepta el cambio con resignación. Desde la ventana de su nueva habitación Bruno divisa una verja tras la cual hay personas que siempre llevan puesto un "pijama a rayas"; en realidad se trata de judíos prisioneros. Explorando los alrededores de su nuevo hogar, Bruno conoce a través de la valla de seguridad del campo a un niño judío polaco llamado Shmuel, nombre que Bruno no ha oído antes pero que parece ser bastante común en ese sitio. Shmuel le cuenta la historia de su deportación y las terribles condiciones de la vida en el campo. Bruno entabla amistad con él y le visita a menudo, llevándole comida. Tras diversas peripecias, un día la madre de Bruno decide que el campo no es un lugar adecuado para vivir con su familia y toma la decisión de volver a Berlín.
Recomendable lectura, aunque sólo sea como ejercicio mental de cómo es
posible que viera un niño de corta edad, las atrocidades que pasaban
delante de sus narices, en la Alemania Nazi. De hecho, hasta el niño
judío del campo de concentración, comprendiendo qué debe hacer y cuáles
son las consecuencias de hacer ciertas cosas, no acaba de comprender la
causa de la desaparición de su padre, por qué tiene que llevar la
Estrella de David en el brazo…
"Para empezar, no eran niños. Al menos no todos. Había niños pequeños y
niños mayores, pero también padres y abuelos. Quizá también algunos
tíos. Y unas cuantas personas de las que viven en las calles y que
parecen no tener familia.
- ¿Quiénes son? ? preguntó Gretel, tan boquiabierta como solía quedarse su hermano últimamente -. ¿Qué clase de sitio es ése?
- No estoy seguro ? dijo Bruno, sin faltar a la verdad -. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí lo sé.
- ¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las abuelas?
- A lo mejor viven en otra zona.
Gretel no quería seguir mirando, pero le resultaba muy difícil
apartar la mirada. Hasta entonces, lo único que había visto era el
bosque hacia el que estaba orientada su ventana; parecía un poco oscuro,
pero quizá más allá hubiera algún claro donde hacer meriendas
campestres. Sin embargo, desde aquel lado de la casa el panorama era muy
diferente.
A primera vista no estaba tan mal. Justo debajo de la ventana de
Bruno había un jardín bastante grande y lleno de flores en pulcros y
ordenados arribates. Parecían muy bien cuidado por alguien que hubiera
comprendido que plantar flores en un sitio como aquél era una buena
idea, como lo habría sido, durante una oscura noche de invierno,
encender una velita en el rincón de un lúgubre castillo situado en medio
de un brumoso páramo.
Más allá de las flores había un bonito adoquinado con un banco de
madera, donde Gretel se imaginó sentada al sol leyendo un libro. En el
respaldo del banco se veía una placa, pero desde aquella distancia no
logró leer la inscripción. El asiento estaba orientado hacia la casa, lo
cual podía resultar un poco extraño, pero dadas las circunstancias la
niña lo entendió.
Unos seis metros más allá del jardín y las flores y el banco con la
placa, todo cambiaba: paralela a la casa dicurría una enorme alambrada,
con la parte superior inclinada hacia dentro, que se extendía en ambas
direcciones hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Era una
alambrada muy alta, incluso más que la casa donde se hallaban los niños,
y estaba sostenida por gruesos postes de madera, como los de
telégrafos, repartidos a intervalos. En lo alto, gruesos rollos de
alambre de espino enredados formaban espirales. Gretel sintió un
escalofrío al ver las afiladas púas.
Detrás de la alambrada no crecía hierba; de hecho, a lo lejos no se
veía ningún tipo de vegetación. El suelo parecía de arena, y Gretel sólo
vio pequeñas cabañas y grandes edificios cuadrados, separados entre
ellos, y una o dos columnas de humo a lo lejos. Abrió la boca para decir
algo, pero no encontró palabras para expresar su sorpresa, así que hizo
lo único sensato que se le ocurrió: volver a cerrarla.
- ¿Lo ves? ? dijo Bruno a su espalda. Estaba satisfecho de sí mismo
porque, fuera lo que fuese aquello que se veía y fueran quienes fuesen
aquellas personas, él lo había visto primero y podría verlo siempre que
quisiera, puesto que se veía desde su ventana y no desde la de Gretel.
Por tanto, todo aquello le pertenecía: él era el rey de todo lo que
contemplaban y ella su humilde súbdita.
- No lo entiendo ? admitió Gretel -. ¿A quién se le ocurriría construir un sitio tan horrible?
- ¿Verdad que es horrible? Me parece que esas casuchas sólo tienen una planta. Mira qué bajas son.
- Deben de ser casas modernas ? sugirió su hermana -. Padre odia las cosas modernas.
- Entonces no creo que le gusten.
- No ? dijo Gretel, y siguió contemplándolas.
Tenía doce años y se la consideraba una de las niñas más inteligentes
de su clase, así que apretó los labios, entornó los ojos y se exprimió
el cerebro para comprender qué era aquello.
- Esto debe ser el campo ? concluó al fin, volviéndose a mirar a su hermano con expresión de triunfo.
- ¿El campo?
- Sí, es la única explicación, ¿no te das cuenta? Cuando estamos en
casa, en Berlín, estamos en la ciudad. Por eso hay tanta gente y tantas
casas, y tantas escuelas llenas de niños, y no puedes caminar por el
centro de la ciudad un sábado por la tarde sin que la multitud te
empuje.
- Ya? ? asintió Bruno, intentando seguir el razonamiento.
- Pero en clase de Geografía nos enseñaron que en el campo, donde
están los granjeros y los animales, y donde se cultivan los alimentos,
hay zonas inmensas como ésta donde vive y trabaja la gente que envía a
la ciudad todo lo que nosotros comemos.
- Miró de nuevo por la ventana y contempló la gran extensión que se
abría ante ella, fijándose en las distancias que había entre las cabañas
-. Sí, debe de ser eso. Es el campo. A lo mejor ésta es nuestra casa de
veraneo ? añadió esperanzada.
Bruno reflexionó y negó con la cabeza.
- No lo creo ? dijo con convicción.
- Tienes nueve años ? replicó Gretel -. ¿Qué sabrás tú? Cuando tengas mi edad entenderás mucho mejor estas cosas.
Bruno sabía que era más pequeño, pero no estaba de acuerdo en que eso le impidiera tener razón.
- Pero si eso es el campo, como dices, ¿dónde están todos esos animales de los que hablas?
Gretel abrió la boca para replicar, pero no se le ocurrió ninguna
respuesta adecuada, así que miró de nuevo y escudriñó el terreno en
busca de los animales. No los había por ninguna parte.
- Si fuera una granja, habría vacas, cerdos, ovejas y caballos ? dijo Bruno -. Y gallinas y patos.
- Pues no hay ninguno ? admitió Gretel en voz baja.
- Y si aquí cultivaran alimentos, como has dicho ? continuó Bruno,
disfrutando de lo lindo -, la tierra tendría mejor aspecto, ¿no crees?
No me parece que se pueda cultivar nada en una tierra tan árida.
Gretel volvió a mirar y asintió con la cabeza; no era tan tonta como
para empeñarse en tener razón cuando era evidente que no la tenía.
- A lo mejor resutla que no es ninguna granja ? dijo.
- No lo es ? confirmó Bruno.
- Y eso significa que esto no es el campo ? añadió ella.
- No, creo que no lo es.
- Y eso también significa que seguramente ésta no es nuestra casa de veraneo ? concluyó Gretel.
- Me parece que no.
Bruno se sentó en la cama y por un instante sintió ganas de que
Gretel se sentara a su lado, lo abrazara y le asegurara que todo saldría
bien y que al final aquello acabaría gustándoles tanto que ya no
querrían regresar a Berlín. Pero ella seguía mirando por la ventana, y
esta vez no contemplaba las flores ni el adoquinado ni el banco con la
placa ni la alta alambrada ni los postes de madera ni el alambre de
espino ni la tierra reseca que había detrás ni las cabañas ni los
pequeños edificios ni las columnas de humo: estaba mirando a la gente.
- ¿Quiénes son todas esas personas? ? preguntó con un hilo de voz, como si pensara en voz alta -. ¿Y qué hacen allí?
Bruno se levantó y por primera vez ambos miraron juntos por la
ventana, pegados el uno al otro, contemplando loq ue pasaba más allá de
aquella alambrada a menos de quince metros de su nuevo hogar.
Allá donde mirasen veían individuos que iban de un lado a otro; los
había altos, bajos, viejos y jóvenes. Unos estaban de pie, inmóviles,
formando grupos, con los brazos pegados a los costados, intentando
mantener la cabeza erguida, mientras un soldado pasaba ante ellos
gesticulando con la boca muy deprisa, como si les gritara algo. Algunos
formaban una especie de cadena de presos y empujaban carretillas a
través del campo; salían de un sitio que quedaba fuera del alcance de la
vista y llevaban sus carretillas detrás de una cabaña, donde
desaparecían nuevamente. Unos cuantos estaban cerca de las cabañas
formando grupos, con la vista clavada en el suelo como si jugaran a
pasar inadvertidos. Otros caminaban con muletas y muchos llevaban
vendajes en la cabeza. Algunos cargaban palas y eran conducidos por
soldados hacia un sitio que quedaba oculto.
Bruno y Gretel vieron a cientos de personas, pero había tantas
cabañas y el campo se extendía hasta tan lejos, más allá de donde
alcanzaba la vista, que daba la impresión de que debía de haber miles.
- Y qué cerca de nosotros viven ? comentó Gretel frunciendo el ceño
-. En Berlín, en nuestra tranquila y bonita calle, sólo había seis
casas. Y mira cuántas hay aquí. ¿Cómo se le ocurriría a Padre aceptar un
empleo en un sitio tan horrible y con tantos vecinos? No tiene sentido.
- Mira allí ? dijo Bruno.
Gretel siguió la dirección que señalaba el dedo de su hermano y vio
salir de una lejana cabaña a un grupo de niños y a unos soldados que les
gritaban. Cuanto más les gritaban, más se amontonaban los niños, pero
entonces un soldado se abalanzó sobre ellos y los niños se separaron e
hicieron lo que al parecer les ordenaban, que era ponerse en fila india.
Cuando lo hicieron, los soldados se echaron a reír y aplaudieron.
- Deben de estar ensayando algo ? sugirió Gretel, sin tener en cuenta
que al parecer algunos niños, incluso mayores, incluso los que tenían
la misma edad que ella, estaban llorando.
- Ya te decía yo que aquí había niños ? dijo Bruno.
- Pero no son la clase de niños con los que yo quiero jugar. Mira qué
sucios están. Hilda, Isobel y Louise se bañan todas las mañanas, como
yo. Estos niños parece que no se hayan bañado en la vida.
- Sí, está todo muy sucio. A lo mejor es que no tienen cuartos de baño.
- No seas estúpido ? le espetó Gretel, pese a que le habían dicho
muchas veces que no debía llamar estúpido a su hermano -. ¿Cómo no van a
tener cuartos de baño?
- No lo sé ? dijo Bruno -. A lo mejor es que no hay agua caliente.
Gretel siguió mirando unos momentos más; luego se estremeció y se dio la vuelta.
- Me voy a mi habitación a ordenar mis muñecas ? anunció -. La vista es más bonita desde allí.
Y echó a andar, cruzó el pasillo, entró en su dormitorio y cerró la
puerta, aunque no se puso a ordenar las muñecas enseguida. Se sentó en
la cama y empezaron a pasarle muchas cosas por la cabeza.
Su hermano se acercó a la ventana y, mientras contemplaba a aquellos
cientos de personas que trajinaban o deambulaban a lo lejos, reparó en
que todos ? los niños pequeños, los niños no tan pequeños, los padres,
los abuelos, los tíos, los hombres que vivían en las calles y que no
parecían tener familia ? llevaban la misma ropa: un pijama gris de rayas
y una gorra gris de rayas.
- Qué curioso ? murmuró, y se apartó de la ventana."...
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