Pensaba
que su recuerdo era como los otros recuerdos de los muertos que se
acumulan en la vida de cada hombre... una vaga huella en el cerebro de
las sombras que han caído en él en su rápido tránsito final. Pero ante
la alta y pesada puerta, entre las elevadas casas de una calle tan
tranquila y decorosa como una avenida bien cuidada en un cementerio,
tuve una visión de él en la camilla, abriendo la boca vorazmente como
tratando de devorar toda la tierra y a toda su población con ella. Vivió
entonces ante mí, vivió tanto como había vivido alguna vez... Una
sombra insaciable de apariencia espléndida, de realidad terrible, una
sombra más oscura que las sombras de la noche, envuelta notablemente en
los pliegues de su brillante elocuencia. La visión pareció entrar en la
casa conmigo: las parihuelas, los fantasmales camilleros, la multitud
salvaje de obedientes adoradores, la oscuridad de la selva, el brillo de
la lejanía entre los lóbregos recodos, el redoble de tambores, regular y
apagado como el latido de un corazón... el corazón de las tinieblas
vencedoras. Fue un momento de triunfo para la selva, una irrupción
invasora y vengativa, que me pareció que debía guardar sólo para la
salvación de otra alma. Y el recuerdo de lo que había oído decir allá
lejos, con las figuras cornudas deslizándose a mis espaldas, ante el
brillo de las fogatas, dentro de los bosques pacientes, aquellas frases
rotas que llegaban hasta mí, volvieron a oírse en su fatal y terrible
simplicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario