Prácticamente
todos, en alguna ocasión nos hemos metido uno de ellos en la boca y nos hemos
dejado llevar por él mascándolo durante minutos e incluso horas. ¿Pero... qué
es un chicle? y sobre todo ¿de dónde sale y cómo llega a convertirse en esa
irresistible fuerza dispuesta a
masticada?
El chicle, en su origen era una sustancia derivada de la savia de un árbol procedente de la zona de América Central y del Sur llamado Manilkara Zapota. Esta savia, había sido empleada durante muchos años antes del primer chicle por los diversos pueblos indígenas por su curioso dulzón.
Hoy en día la cosa ha cambiado y
se emplea un compuesto derivado del plástico llamado Acetato Polivinílico,
aunque fue hace tan sólo unos pocos años que se abandono el uso de la savia.
Aunque el chicle lleva poco más de un
siglo en los diccionarios, mascar sustancias gomosas es uno de los
hábitos más antiguos que existen. Los griegos ya masticaban la resina de
un árbol conocido como mastic. E incluso en Suecia se ha encontrado un
chicle de 9.000 años de antigüedad. Se trata de un trozo de resina de
abedul en el que se distinguen las marcas de la mordida de un hombre del
Mesolítico. Parece ser que lo utilizaban a modo de cepillo de dientes.
Sin embargo, el concepto moderno de chicle, es decir, su concepto más comercial, se sitúa en la otra parte del mundo: América.
Allí, también desde tiempos
inmemorables, los aztecas masticaban el látex del zapote, el fruto de un
árbol propio del norte de Guatemala y la provincia del Yucatán.
A pesar
de que se utilizaba para mantener la boca limpia, socialmente estaba
muy mal visto. El motivo: las prostitutas masticaban chicle ruidosamente
para llamar la atención de sus clientes.
En el siglo XIX, la goma de mascar se
volvió viajera y llegó a Estados Unido, el país de las oportunidades. Y
es allí donde encontró su oportunidad. O, mejor dicho, la oportunidad la
encontró el inventor e industrial Thomas Adams.
La mayoría de las versiones cuentan que
Adams era amigo del general Antonio López de Santa Ana, un militar
mexicano exiliado en Staten Island (Nueva York). Resulta que López de
Santa Ana era un gran aficionado de la resina del zapote y se llevó
consigo al exilio una gran cantidad de chicle. Una sustancia que Adams
intentó utilizar para sustituir el caucho en la fabricación de
neumáticos. Pero el invento no funcionó. Así que en 1871, su instinto de
negocio le llevó a comercializarlo en forma de pequeñas bolitas para
mascar al módico precio de un penique.
Luego llegó el sabor y con él la
competencia. Los chicles de Adams sabían a regaliz, pero quince años
después un tal William J. White añadió el tradicional sabor a menta. Y
como nunca hay dos sin tres, apareció en esta historia William Wrigley
Jr. quien, además de crear el sabor a tutti fruti, era un gran
visionario del marketing. En 1891, envió un chicle gratis a todos los
abonados al listín telefónico, bajo el eslogan: “A todo el mundo le
agrada que le regalen algo a cambio de nada”. En total, un millón y
medio de envíos. La euforia del chicle se había desatado.
Desde entonces la goma de mascar no ha
hecho más que mejorarse: chicles para hacer pompas, con mil sabores, sin
azúcar, de nicotina, contra el mareo…
En la segunda mitad del siglo XX, la
base natural se sustituyó por una sintética. Aunque la composición de la
base para goma de mascar en un secreto a la altura del de la Coca-Cola.
Se sabe que está compuesta a partir de un plástico derivado del
petróleo y de caucho. Luego, edulcorantes, un poco de sabor, un poco de
color, y ya tenemos un chicle bien bonito.
Varias curiosidades sobre este producto:
En Singapur llevan más de veinte años
sin escuchar al de al lado remascar y remarcar insistentemente un
chicle. Su consumo y comercio se prohibió en 1982. ¿Quién dijo que el
fin no justifica los medios? Había que mantener la ciudad limpia y, para
qué gastar dinero en una campaña de concienciación si podían prohibirse
directamente. Desde Jacinton Post estamos investigando qué ha pasado
con los perros en este tigre asiático. Tal vez se hayan convertido todos
en robots y ya no caguen.
Pero volviendo a la goma de mascar,
después de 12 años pagando multas y yendo a la cárcel por comer esta
chuchería, la ley se suavizó en 2004. Ahora los singapurenses pueden
mascar chicle, siempre y cuando sean sin azúcar, tengan una receta que
justifique su consumo por fines terapéuticos y dejen sus datos en la
farmacia donde los adquieran. Todo por unos chicles de nicotina.
Conflicto Internacional:
El chicle ha sido reflejo de los odios
más sangrientos como el que se profesan palestinos e israelíes. A punto
estuvo de desencadenar una crisis internacional. Corría el año 1997,
allá por junio. En mitad de un rebrote de la Intifada, los palestinos
acusaron a los israelíes de intentar mermar su población con chicles
envenenados y, para más inri, fabricados en España.
La estrategia era de lo más
rocambolesca. El veneno, supuestamente, consistía en unas sustancias
afrodisíacas que a la larga producían esterilidad. Vamos, que los
israelíes habían decidido tomárselo con tranquilidad.
Al final, el problema se arregló. ¿Cómo? Es un misterio pero pocos se acuerdan hoy de los chicles envenenados.
Coleccionista de envoltorios de chicle
Le proponemos una actividad. Sitúese en
una habitación tranquila, silenciosa y con una luz tenue. En un lugar en
el que se sienta cómodo. Cierre lo ojos y respire. Ponga su mente en
blanco. Y entonces, imagine. Haga un esfuerzo e imagine al tío más friki que pueda.
Seguro que se llama Nosal Valeriy
Stanislavovich, vive en Rusia, y desde hace 35 años colecciona
envoltorios de chicles. Su valioso tesoro cuenta con 18.043 envolturas
de placas de chicles, vamos, de papelitos; y cerca de 44.000 tipos de
envoltorios de forma diferente, o sea, los papelitos de antes, más lo
paquetes, las cajetillas… esa cosas.
Según Stanislavovich su afición por los
envoltorios comenzó de muy pequeño: “En la URSS no se producían chicles,
los traían los marineros del extranjero. Su déficit engendró un interés
extraordinario; pero lo más interesante no era masticarlos sino las
tramas insólitas sobre los embalajes y envoltorios”.
Cuenta el coleccionistas después de
haber visto chicles de 96 países diferentes, que los más valiosos eran, y
siguen siendo, los japoneses y coreanos. “En sus envoltorios había
monstruos, dinosaurios y robots”. Y añade: “Además su gusto es mucho más
divertido. El sabor de alguno de ellos no pueden ser comparados con
nada”.
Stanislavovich sigue haciendo viajes y
buscando amigos por el mundo para conseguir envoltorios nuevos y viejos.
De momento, el más antiguo de su colección es una cajita de chicles
fechada el 14 de febrero de 1871.
Arte con chicles
Ni mármol, ni bronce, ni acero.
Ni siquiera plástico. El artista italiano Maurizio Savini hace
esculturas con chicle rosa. Hombres, animales, escopetas… Pero, ¿qué es
una escopeta hecha de goma de mascar rosa? Nada. Y he aquí, la gracia
del asunto: el chicle quita todo el valor que se le presupone a un
objeto.
Pero si en las
esculturas de Savini los bloques de chicle al menos se reconocen, en las
del joven estadounidense Jaime Marraccini (¿qué tipo de obsesión tienen
con la goma de mascar la gente con apellido italiano?), el material
utilizado es chicle bien mascadito.
Nadie sabe lo que
han tenido que sufrir las mandíbulas de este chico, que ha utilizado un
total del 30.000 chicles en la realización de 23 escultoras.
Y por si fuera poco, Marraccini ha querido hacer artistas a los niños del mundo mundial. Para eso ha creado los chew by numbers. Unos kits
muy completos que incluyen el número de chicles necesarios de cada
color y un dibujo con unos números que indican dónde hay que colocar
cada chicle. El niño pone sus mandíbulas para mascar y sus dedos para
extender.
Un pedazo de chicle masticado, por acción del oxígeno, se endurece y luego
de cinco años comienza a degradarse hasta desaparecer.
Puede provocar daños dentales y en la mandíbula, aunque en niños con problemas en su desarrollo maxilar los beneficia para poder vocalizar, hablar y respirar.
En Finlandia a los chicles se les añade xilitol,
con el propósito de prevenir las caries.
Masticar sirve a las personas que viajan en avión, durante el despegue y aterrizaje, para prevenir la aero-otitis o sensación de que los oídos se tapan.
El olor del chicle pegado en el piso atrae a
las aves de la ciudad, luego al querer comerlo se les pega en el pico, se desesperan
al intentar quitárselo con las patas, hasta que acaban muriendo asfixiadas.
En la localidad de San Luis Obispo, California, hay un callejón, The Bubblegum Alley, el cual es un estrecho pasaje de paredes muy altas totalmente cubiertas de chicle mascado; los turistas ingresan con uno en la boca y salen sin él.
Científicos británicos inventaron un chicle
biodregadable que no se pega, al contener un polímero parecido a la goma, y
una capa hidrófila, que puede mezclarse muy bien con el agua.
La firma Chicza
Rainforest Gum desarrollan un chicle a base de productos orgánicos,
procedentes de bosques renovables; es decir, un chicle orgánico.
En Suecia se encontró el que sería el 'chicle' más antiguo, un pedazo de resina de abedul con 9,000 años de antigüedad, en el cual se observa la marca de los dientes de un hombre de la Edad de Piedra.
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