miércoles, 29 de mayo de 2013

La librera del Sena, Arturo Pérez Reverte




Cada cual tiene su París, naturalmente. El mío incluye algunos museos, restaurantes y cafés, los soportales del Palais Royal, la casa de Víctor Hugo en la plaza de los Vosgos, la estatua del mariscal Ney –bravo entre los bravos– junto a la Closerie des Lilas, el león junto al que pasaron los republicanos españoles de la División Leclerc, el Pont des Arts, la rue Jacob –allí están mis editores gabachos–, algún anticuario al que soy fiel desde hace casi cuarenta años, una veintena de librerías y los buquinistas del Sena. Esos puestos de libros viejos son mi recuerdo más remoto, la primera e inolvidable certeza que tuve, siendo un chiquillo, de que al fin estaba en el París de Dumas, Stendhal, Balzac, Sue, Feval, Chateaubriand, Hugo y Maupassant. Las orillas del Sena ya no son lo que fueron, por supuesto. Los añejos libros, revistas y grabados han cedido el sitio a reproducciones burdas, postales y recuerdos para turistas; aunque, con tiempo y paciencia, puede desenterrarse a veces algo pintoresco. Hace años que no compro nada allí, pero siempre dedico un rato a pasear entre Nôtre Dame y el Louvre, observando los puestos y a la gente detenida ante ellos. En ocasiones creo reconocerme, al otro lado del tiempo, en algún jovencito flaco de mochila al hombro al que veo husmear, con emoción de cazador inexperto, vocacional, en alguno de los puestos que ofrecen algo a quienes todavía buscan y sueñan.

También ella sigue allí, donde siempre. Ahora debe de rondar los cincuenta y ocho, o los sesenta. La he visto envejecer en cada una de mis visitas a esta ciudad, en cada paseo junto al Sena. La primera vez que la vi era yo un muchacho casi imberbe, y ella una atractiva muchacha de cabello rojizo que, a la hora de comer, sustituía a su padre en el puesto de libros. Me parecía tan guapa e interesante que siempre me quedaba por allí, observándola de lejos, fascinado por el aplomo con que se movía, su seguridad en la forma de ordenar los cajones, de atender a los clientes. A veces pasaba muy cerca, junto al puesto, y me detenía a mirar tal o cual libro, sintiendo fijos en mí sus ojos, que eran de un singular color gris azulado. Se me pegaba la lengua al paladar. No me atrevía a cambiar con ella más que algún saludo formal, a preguntar el precio de tal o cual libro, a pagarlo y decir gracias mientras me alejaba. Me parecía inalcanzable, sacerdotisa de un mundo que yo veneraba. Hija de un buquinista, calculen. Guardiana de los fantasmas de mis viejos clásicos, cuyos nombres relucían en letras doradas alineados en el cajón. En París, nada menos. Y tan guapa.

Pasó el tiempo. Entre viaje y viaje la vi crecer, y yo también lo hice. Leí, anduve, adquirí aplomo, conocí otras orillas del Sena. Cada vez que volvía a esa ciudad la encontraba allí, atendiendo a los clientes o sentada en una silla, leyendo, ante el tenderete. Por supuesto, ni se fijaba en mí. Un día el padre murió, o se jubiló, pues no volví a verlo. Ahora era siempre ella la que abría los cajones sobre las once de la mañana y los cerraba al atardecer. Ni siquiera me reconocía de una vez a otra. Bonjour, bonsoir. Así pasaron unos quince años. Y al fin, cierto atardecer, después de comprar un libro y sin pretenderlo –así ocurren estas cosas–, me quedé conversando con ella. Algo sobre la edición Garnier de Dumas, que yo buscaba. Cerró el puesto, cogió su bicicleta, caminamos por la orilla del río y nos detuvimos algo más lejos. Se mostró locuaz. Demasiado. Y sentados en la mesita de una terraza frente al Louvre, mientras ella hablaba sin parar, comprendí que no tenía nada que ver con la muchacha grave y silenciosa que yo había imaginado durante años. Me pareció esquinada, superficial. Y no demasiado inteligente. Hablaba de dinero y clientes con una frivolidad asombrosa. También me contó algo de su vida, divorcio incluido. Y cuando llegó el momento de pausa incómoda en que los ojos preguntan «y ahora, qué», sonreí cortés, miré el reloj, pagué los cafés y la acompañé hasta el semáforo. Después caminé por la orilla del Sena, junto a los puestos cerrados, sintiendo desvanecerse una vieja sombra de juventud.

De aquella tarde han pasado más de veinte años. Ella sigue junto al Sena: unas veces el tenderete está cerrado, y otras la veo de lejos, desde la acera opuesta. Ya nunca me paro allí. La última vez estuve un momento frente al escaparate de un anticuario, en cuyo cristal podía ver su reflejo. Era una tarde gris y de pocos clientes. Leía, sentada. Imposible reconocer en ella a la muchacha de cabello rojizo. Tampoco reconocí al hombre que la miraba desde el cristal.

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