María abre las tapas del diario con suavidad y a continuación acaricia dulcemente la cubierta color malva del mismo con la yema de sus dedos. Es un gesto instintivo, casi maternal. Siempre lo hace cuando la historia que acude a su mente la hace vibrar, cuando despierta sensaciones en el fondo de su alma.
Respira
hondamente y deja salir el aire con lentitud, mientras sus ojos… permanecen
cerrados ya que han iniciado un viaje sin retorno al fondo de sus pensamientos.
Al
abrir los párpados, una inocente sonrisa perfila sus labios.
Vuelve
a mirar el diario con la misma ternura con la que miraría a un niño, tal vez,
porque al recordar la historia escrita, está resurgiendo la pequeña niña que
lleva dentro.
Pasa
un mechón de su pelo color caoba por detrás de la oreja y ajustándose las gafas
con su dedo índice sobre la nariz, vuelve a situarse ante una página en blanco
que cubrirá en forma de letras. Letras con menciones y nostalgias… sus
recuerdos
Pasa
el dedo por la parte superior de las hojas y llega a la última página escrita.
Una cierta agitación recorre su pecho, ansía seguir escribiendo sin
interrupciones. Apoya la sien sobre la mano izquierda, mientras con la derecha
escribe con una letra elaborada y uniforme… “No
recuerdo cómo comenzaba aquel libro, pero sí guardo con perfecta y asombrosa
nitidez destellos, recuerdos de aquella época de mi vida… Mis padres nunca me
contaron un cuento cuando yo era pequeña, nunca me dedicaron, ni a mis
hermanos, mayor atención en ese aspecto.
Nunca
me compraron un cuento infantil, en mi familia no se apreciaba eso, quizás
porque no había tiempo para esos menesteres, quizás porque era más importante
dedicar el dinero a otras cosas más necesarias…
La
única persona que cubrió esa necesidad, y nunca entendí el por qué, fue mi
abuela materna.
Ella
vivía en La Coruña,
se marcho allí a trabajar cuando mi madre tenía unos seis años; fue cuando mi
madre se quedó en el pueblo a vivir, “al servicio” de Laura, quien la crió a
partir de esa edad.
De vez
en cuando mi abuela nos enviaba una “caja”. Era todo un acontecimiento… Siempre
había algún regalo para mi hermano y para mí. Lo primero que sacaba mi madre de
la caja era una “hoja de bacalao”. Mi abuela trabajaba en una fábrica de
bacalao y siempre que había un paquete, de él acababa saliendo uno de esos
pescados salados…. Nunca lo había pensado, pero es posible que… que ese sea el
motivo por el que me guste tanto a día de hoy el bacalao, quizás porque me trae
sabores agradables de mi infancia…
María
levanta por un instante la mirada y la deposita sobre la luz que entra a través
de la ventana. Ventana que no ve y traspasa con la mirada, ya que ese viaje a
la mente de aquella niña que fue, la transporta mucho más lejos. La hace retroceder
en el tiempo más de cuarenta años. El gesto dulce que recorre sus mejillas,
deja traslucir la naturaleza de los buenos recuerdos. Recuerdos, que llegan a
su mente a borbotones. Baja la vista sobre el papel y escribe de nuevo… “Y después del bacalao aparecían un montón de libros y
cuentos. Nunca supe el motivo por el que mi abuela nos compraba libros. Creo
que ella nunca supo leer, quizás por eso… Cuando le escribíamos una carta ella
iba a ver a la dueña de la casa para que se la leyeran y era esa misma señora
la que nos escribía lo que mi abuela le dictaba.
Tengo
el recuerdo de aquel libro de pasta dura y color verde, aquel libro que me
acompañó durante interminables tardes y noches, aquel libro que leí y releí una
y mil veces…
Era un
volumen un poco abultado para mi edad, pero no me importaba, con solo leer el
título mi imaginación se echó a volar, de igual forma que entre sus páginas
volaba su protagonista, “El Ruiseñor”. Qué bello título… ¡qué bonita historia
encerraba en sus páginas! Las pocas
ilustraciones en blanco y negro no hacían más que acentuar mis ganas de leer y
conocer la historia, mi imaginación iba más allá del cielo de mi pueblo y me
llevó a viajar por un país tan lejano como desconocido… China.
Al
colocar el punto y aparte, María suspira. Es un suspiro apasionado, largo, que
echa fuera de su pecho una tensión acumulada por el ansia de expresar aquellas
vivencias. Ese suspiro trae a su cabeza nítidos momentos, que se apresura a
estampar sobre el inmaculado papel… “Y también estaba allí, con el mismo formato de pasta
dura y verde Gulliver y sus fantásticos viajes… Aventuras y más aventuras con
las que poder viajar, soñar, reír o pasar miedo.
Pero
los viajes de Gulliver nunca tuvieron la sensibilidad que se encerraba entre la
multitud de hojas de El Ruiseñor… Aún puedo sentir la emoción que me producía
leerlo.
En una
ocasión, hace un par de años, volví a
la casa de mis padres en el pueblo
en busca de esos libros. Esperaba poder volver a respirar el aroma de mi niñez,
esperaba poder volver a soñar como en mis años de niña, esperaba encontrar de
nuevo aquella imaginación que me había llevado hasta la recóndita y lejana
China. Pero… sólo encontré cajones llenos de otros libros, de otros momentos,
también bonitos, pero ninguno comparable al trino del pájaro en los jardines
del Emperador.
Se
quita las gafas y pasa los dedos pulgar e índice sobre los ojos, en un gesto que
denota fatiga. Postura de sus dedos, que terminan comprimiendo el puente de la
nariz.
Deposita
las gafas con mimo sobre la mesa y siente que otra oleada de evocaciones llega
a su mente… “Recuerdo también con fascinación unos libros en formato cómics
de los payasos de la tele. Me encantaba leer las aventuras de Gaby, Fofó y
Fofito. Sin duda mi preferido era Fofó… ¡cómo me hacía reír! Cómo disfrutaba
con sus payasadas y tonterías…
Y en
aquella caja también guardaba preciosos tesoros: muñecas para mí, coches para
mi hermano. Muñecas que para mi eran inalcanzables, solo podía jugar con ellas
dentro de la caja… no me permitían cogerlas entre las manos, no me dejaban
jugar con ellas. Las muñecas se podían romper.
Durante
muchos años guardé encima de mi armario una muñeca que siempre fue mi ojo
derecho. En ocasiones, cuando me quedaba sola en casa, me subía en una silla y
a escondidas cogía la caja, la abría, sacaba la muñeca, sus vestidos, aquellos
botes vacíos de plástico que simulaban bonitos frascos de perfume y con el
peine también de plástico peinaba el flequillo de la muñeca. La melena no se la
podía peinar, estaba protegida por un plástico y si se lo quitaba descubrirían
mi secreto. Recuerdo el olor de la muñeca, ese olor a plástico, ese olor a
“muñecas de Famosa”…
El
recuerdo del juguete dibuja una sonrisa angelical en las suaves facciones de
María. -¿Qué habrá sido de aquella
muñeca?- Se pregunta. Bucea en los recuerdos, sus recuerdos… -Si, es cierto ¡¡se la regalé a mi prima!! - Sacude la cabeza a ambos lados con nostalgia
mientras cierra de nuevo el diario. Lo
hace con suavidad. Después… acaricia dulcemente la cubierta color malva del
mismo con la yema de sus dedos. Es un gesto instintivo, casi maternal. Siempre
lo hace cuando la historia escrita la hace
vibrar, cuando despierta sensaciones en el fondo de su alma.
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