Clara trajo la idea salvadora de escribir con el pensamiento, sin lápiz ni papel, para mantener la mente ocupada, evadirse de la perrera y vivir. Le sugirió, además, que escribiera un testimonio que algún día podría servir para sacar a la luz. el terrible secreto que estaba viviendo, para que el mundo se enterara del horror que ocurría paralelamente a la existencia apacible y ordenada de los que no querían saber, de los que podían tener la ilusión de una vida normal, de los que podían negar que iban a flote en una balsa sobre un mar de lamentos, ignorando, a pesar de todas las evidencias, que a pocas cuadras de su mundo feliz estaban los otros, los que sobreviven o mueren en el lado oscuro. «Tienes mucho que hacer, de modo que deja de compadecerte, toma agua y empieza a escribir», dijo Clara a su nieta antes de desaparecer tal como había llegado.
Alba intentó obedecer a su abuela, pero tan pronto como empezó a apuntar con el pensamiento, se llenó la perrera con los personajes de su historia, que entraron atropellándose y la envolvieron en sus anécdotas, en sus vicios y virtudes, aplastando sus propósitos documentales y echando por tierra su testimonio, atosigándola, exigiéndole, apurándola, y ella anotaba a toda prisa, desesperada porque a medida que escribía una nueva página, se iba borrando la anterior. Esta actividad la mantenía ocupada. Al comienzo perdía el hilo con facilidad y olvidaba en la misma medida en que recordaba nuevos hechos. La menor distracción o un poco más de miedo o de dolor, embrollaban su historia como un ovillo. Pero luego inventó una clave para recordar en orden, y entonces pudo hundirse en su propio relato tan profundamente, que dejó de comer, de rascarse, de olerse, de quejarse, y llegó a vencer, uno por uno, sus innumerables dolores.
Alba intentó obedecer a su abuela, pero tan pronto como empezó a apuntar con el pensamiento, se llenó la perrera con los personajes de su historia, que entraron atropellándose y la envolvieron en sus anécdotas, en sus vicios y virtudes, aplastando sus propósitos documentales y echando por tierra su testimonio, atosigándola, exigiéndole, apurándola, y ella anotaba a toda prisa, desesperada porque a medida que escribía una nueva página, se iba borrando la anterior. Esta actividad la mantenía ocupada. Al comienzo perdía el hilo con facilidad y olvidaba en la misma medida en que recordaba nuevos hechos. La menor distracción o un poco más de miedo o de dolor, embrollaban su historia como un ovillo. Pero luego inventó una clave para recordar en orden, y entonces pudo hundirse en su propio relato tan profundamente, que dejó de comer, de rascarse, de olerse, de quejarse, y llegó a vencer, uno por uno, sus innumerables dolores.
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