Las novelas decimonónicas sobre el Imperio Romano se esfuerzan en reconstruir la época de los Césares y apenas consiguen revelar las preferencias y gustos del siglo XIX. Sucede que los cónsules, los senadores y los emperadores no pueden disimular el acento de las tertulias parisinas, por mucho que se esfuerce el escritor. Esto no debe apuntarse como un reproche sino más bien como una fatalidad que conviene saber antes de la lectura.
Algo parecido sucede con los libros para chicos. Escritos desde un mundo diferente, suelen referir historias que suenan falsas, protagonizadas por seres lejanos e incomprensibles. Ante su propia creación, los autores suelen afectar una especie de perpleja benevolencia, la misma que se usa en la descripción de las costumbres de los salvajes.
Alguien podrá decir que lo más conveniente es que los romanos escriban sobre el Imperio, y los niños sobre la infancia. Objeción: los romanos no escriben ya y los niños no lo hacen todavía. De unos y otros nos separa el tiempo.
Puede aducirse que mientras ningún escritor actual ha sido ciudadano del Imperio, casi todos han sido niños. Sin embargo, un complicado abismo de olvidos y falsos recuerdos parece alejarnos de nuestras emociones infantiles. Los literatos que se fingen chicos no consiguen engañar a nadie.
A decir verdad, no es posible ni siquiera saber con certeza si los niños disfrutan de los libros que se les preparan.
Con mucha cautela, me atrevería a apostar que no. Evocaciones que acaso invento ahora me remiten a las historias de terror, las investigaciones de Mister Reeder, el Padre Brown y el poema A Margarita Debayle , creaciones todas que poco tienen de infantiles.
Me parece también recordar que a mis cuatro o cinco años escuchaba con más placer La Copa del Olvido o Mi Noche Triste , que las cargosas pamplinas sobre faroleras tropezadas.
Así, menos en forma de teoría que de sospecha, postulo que un libro que entretiene a un chico debe ser capaz de hacerlo con un adulto. Desde luego, la admiración no sirve en el orden inverso: toda obra necesita una información previa por parte del lector para ser comprendida. El cuento El inmortal, de Jorge Luis Borges, resultaría incomprensible -o insulso- para quien desconociera la existencia de Homero.
La medición de un hexámetro exige saber latín. Presiento, sin embargo, que miles de cuentos y novelas pueden ser leídos sin penuria por los chicos y sin aburrimiento por los mayores. Los ejemplos son tan contundentes que me avergüenzan: La Isla del Tesoro , los cuentos de Oscar Wilde, Las Mil y una Noches, las maravillas y horrores de la mitología clásica.
Frente a estas obras, los coloridos volúmenes de las colecciones infantiles resultan bastante insípidos.
A veces me palpito que muchos de estos textos son estropeados por la intención edificante. Alguien me dijo una vez que en verdad ocurre lo contrario: la torpeza literaria desacredita la moraleja.
Manuel Mandeb, el polígrafo de Flores, sentía horror por las novelas protagonizadas por niños. Sostenía que sus comportamientos eran poco racionales, o lo que es peor, poco artísticos. Recomendaba insuflar a los pequeños personajes la mayor gravedad, pues entendía que los chicos son generalmente serios y aborrecían la socarronería.
Mandeb creía que el amor a los niños era una virtud literaria capaz de redimir cualquier defecto.
- El cariñoso esfuerzo conmueve a los pibes aunque no lo confiesen -decía.
Me parece que el hombre de Flores adivinó una gran verdad.
Cuando era chico yo sentía una emoción deliciosamente triste ante las calesitas, los circos y los caleidoscopios. No me gustaban, no me divertían. Pero me hacían sentir una inmensa piedad por aquellas gentes, más inocentes que yo, que trataban de agradarme con ingenio modesto. De entre mis juguetes infantiles recuerdo una cimitarra de madera que me trajo mi padre. Mis juegos no incluían las gestas sarracenas, de modo que no pude sacarle mayor provecho. Pero allí estaba el amor del hombre aquel que tal vez no me comprendía.
Por eso creo en el criterio de Mandeb. El amor de un poeta puede ser más eficaz que un buen argumento.
Más tarde he reconocido aquellos sentimientos de la niñez al recibir algún regalo demasiado humilde.
En los años dorados, un grupo de maestros melancólicos del barrio del Ángel Gris preparó un libro de lectura escolar diferente de todos.
Su título fue Tempranos Desengaños.
Contaba con textos de Manuel Mandeb y Jorge Allen, la docente Etelia C. de Doth y otros oscuros literatos del barrio. También se procuró hacer creer que escribían algunos niños, cosa que nadie llegó a admitir jamás.
Muchos educadores han dicho que Tempranos Desengaños carecía de propósitos aleccionadores. Nada más falso. En muchas de sus páginas se promueve la admiración de ciertas conductas. Sucede -eso sí- que tales conductas son precisamente aquellas que repudian los libros infantiles convencionales. Se enaltece la inasistencia a clase, se desprecia la aplicación, se duda de la higiene y se festejan los desórdenes.
Hay cuentos, poesías, notas y canciones, entre las que sorprende encontrar la milonga Cobráte y dame el vuelto.
Vamos a transcribir algunos textos.
LOS DEBERES DE PEDRO
Pedro se sienta en los últimos bancos del aula, como corresponde a un chico que desdeña la educación y la vecindad de los poderosos. Las conspiraciones y los batifondos nunca lo hallan ajeno. Busca el riesgo de las transgresiones y la compañía de los más beligerantes. A veces lo tientan el estudio y la inteligencia.
Entonces, como quien acepta un desafío, como una compadrada, resuelve arduos problemas de regla de tres y cumple los dictados sin tropiezos.
Un día, la maestra le acaricia el pelo tiernamente. El piensa:
- Ay señorita... Si supiera como me gustaría regalarle una flor y darle un beso.
Pero Pedro sabe quién es y conoce su deber y su destino. Con una gambeta se aleja del afecto inoportuno y va a buscar la gloria allá en el fondo, donde los malandras se empeñan revoleando los tinteros para que se cumpla mejor el divino propósito del Universo.
EJEMPLO (Poesía)
Los sabios nos han dicho
que sigamos la sombra de tu paso.
Y ha sido tu destreza
la vergüenza de nuestras lentitudes.
Los signos que guardaba
la efímera pizarra en su negrura
a tí no te negaron
revelaciones y sabidurías.
Los Seres que Vigilan
han sabido por tí nuestras infamias
y hallaste recompensa
en la noticia del castigo ajeno.
Ah, blanco paradigma,
luminoso, implacable compañero:
hoy nuevamente ha sido
postulada tu suerte como ejemplo.
El numeroso patio
tu sangre dibujada vio en el suelo
y el rumbo de mis golpes
siguió la blanca popa de tu miedo.
Así supieron todos
después de tu derrumbe en el recreo
las biabas que promete
mi zurda a los traidores del colegio.
LOS NIÑOS PRECOCES (por Manuel Mandeb)
Algunos chicos dan frutos tempranos, no lo niego.
Sus padres se enorgullecen y los exhiben entre sus familiares y conocidos, cuando no en el cine o la televisión.
Me atrevo a pensar -sin embargo- que no toda precocidad es auspiciosa.
Empecemos por decir que existen adultos bondadosos, agudos, valerosos o geniales. Y que también los hay mediocres, hipócritas, pomposos y canallas.
El niño precoz recibe la visita anticipada de ciertos rasgos de la adultez. Algunos tocan el piano como expertos profesionales, otros aprenden lenguas, dibujan o poseen la ciencia.
Pero hay chicos cuya precocidad consiste en adquirir antes de tiempo el tono vacío y protocolar de las conversaciones de sala de espera, y aprenden a los seis años la filosofía de los tontos satisfechos.
"Así anda el mundo, Doña Juana..." "Qué se gana discutiendo, Don José..."
"Hablando se entiende la gente, Carlitos..."
También repiten el lenguaje de las revistas y hacen suyas las respuestas de los reportajes más vulgares.
Por cierto, mucha gente cree que ésa es la sabiduría, y yo digo que más sabios son los pibes indoctos que observan con repugnancia los diálogos de los parientes bien educados.
Ojalá surjan muchos niños prodigio que se apropien del genio con impaciencia.
Pero para ser un papanatas, me parece que no hay apuro.
EL NIÑO QUE FUE A MENOS
La señorita Claudia le pregunta a Ferro:
- ¿Quién fundó la ciudad de Asunción?
Ferro lo ignora y lo confiesa. La maestra intenta por otros rumbos.
- Tissot.
- No sé, señorita.
- Rossi.
Silencio. El ambiente se pone pesado porque quizá la señorita Claudia enseñó aquello el día anterior.
- Maldonado.
Nada. Claudia frunce el ceño y ensaya unos reproches generales.
Frezza, el tano Frezza, lo sabe de algún modo misterioso. Es extraño el camino que siguen las nociones: suelen alojarse donde menos se lo piensa.
- Núñez. López. Dall'Asta.
Tampoco. Frezza espera, sobrador, sin levantar la mano. Cosa de manyaorejas, piensa.
La señorita Claudia se dirige a las niñas y pronuncia el nombre amado. Frezza está muy lejos para soplar y la morocha que lo enloquece no puede contestar.
De pronto, la maestra lo mira.
- Frezza. Y el niño taura, que tal vez necesita anotarse un poroto, se levanta, mira hacia el banco de la morocha y dice casi triunfal:
- No lo sé.
Si es que nadie lo sabe estará bien no saberlo. Frezza se sienta y se oye entonces, como en una horrible blasfemia, la voz de Campos, injuriosa:
- ¡Juan de Salazar!
Pasaron los años. La morocha no conoció el amor de Frezza ni tampoco su gesto elegante y generoso.
Si alguien califica estas lecciones en alguna Libreta Celeste, Frezza tendrá un nueve. Y si ni siquiera existe esa Libreta, entonces tendrá un diez.
UNA PELEA
Me empujaron a la salida. Hubo un tumulto blanco y después de una rápida investigación quedé frente a frente con Carlos.
- ¿Qué empujás?
Se formó una rueda. Alguien gritó:
- Fajálo...
Niñas aterrorizadas se sumaron al grupo.
Carlos se puso muy colorado. Manos crueles lo empujaron hacia mí. Tito, falso caudillo y sujeto temido, me dijo:
- Dale... ¿O le tenés miedo?
Entonces le acomodé una piña y ahora ya sé que soy cobarde.
Tempranos Desengaños no fue aprobado por las autoridades escolares.
Puede afirmarse que pocos chicos lo leyeron.
Sin embargo, como si alguien les impartiera preceptos secretos, aún hoy, en el tiempo de Los Refutadores de Leyendas, hay niños que se siguen sentando en los últimos bancos y también hay hombres que lejos ya de la escuela se apartan de las ventajas y de las oportunidades fáciles.
A esos, a los del Fondo, a los que pudiendo sentarse en el primer banco lo rechazan, a los que no figuran como ejemplos en los libros de lectura, a los espíritus lunares, a los alumnos de coraje y honor que -según presiento- no leen obras como esta, a todos ellos -tardíamente- los abrazo ahora, cuando ya no me lo impiden las mezquindades que cargué en mi niñez.
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