Uno de los primeros
experimentos conocidos sobre la relación entre la combustión y el aire lo
desarrolló el escritor sobre mecánica de la Antigua GreciaFilón de
Bizancio, en el S. II a. C. En su obra Pneumatica, Filón observó que
invirtiendo un recipiente sobre una vela prendida y rodeando el cuello de este
con agua, una parte del líquido subía por el cuello. Supuso, de forma
incorrecta, que algunas partes del aire en el recipiente se convertían
en elemento clásico del fuego y, entonces, era capaz
de escapar a través de poros en el cristal. Muchos siglos después, Leonardo da Vinci observó que una
porción del aire se consume durante la combustión y la respiración.
A finales del S. XVII, Robert Boyle probó que el aire es
necesario para la combustión. El químico inglés John Mayow perfeccionó su trabajo
mostrando que solo requería de una parte del aire, que llamó spiritus nitroaereus o simplemente nitroaereus. En un experimento,
descubrió que, colocando tanto un ratón como una vela encendida en un
contenedor cerrado sobre agua, hacía que esta subiera y reemplazara un
catorceavo del volumen del aire antes de que se apagara la vela y muriera el
ratón. Debido a esto, supuso que el nitroaereus se consume tanto por
la respiración como por la combustión.
Mayow observó que el antimonio incrementaba su peso
al calentarse e infirió que el nitroaereus debía haberse
combinado con él. Pensó también que los pulmones separaban el nitroaereus del aire y lo pasaba a
la sangre, y que el calor animal y el movimiento muscular eran producto de la
reacción delnitroaereus con ciertas sustancias en el cuerpo. Publicó informes sobre
estos experimentos y otras ideas en 1668, en su obra Tractatus duo, en el tratado «De
respiratione».
Robert Hooke, Ole
Borch, Mijaíl Lomonósov y Pierre
Bayen produjeron oxígeno durante
experimentos entre los siglos XVII y XVIII,
pero ninguno de ellos lo reconoció como un elemento. Esto
pudo deberse en parte a la prevalencia de la filosofía de la combustión y la corrosión,
denominada teoría del flogisto,
que por aquel entonces era la explicación preferida para esos procesos.
Esta teoría,
establecida en 1667 por el químico alemán Johann Joachim Becher y modificada por el
también químico Georg Stahl en 1731, postulaba que todos
los materiales combustibles constaban de dos partes; una, llamada flogisto, que
era emitida al quemar la sustancia en cuestión, y otra, denominada
desflogisticada, que se tenía por su verdadera forma o calx (ceniza; creta en latín).
Los materiales altamente combustibles
que dejan poco residuo, como la madera o el carbón, se
creían hechos en su mayor parte por flogisto, mientras las sustancias no
combustibles que corroen, como el hierro, contienen muy poco. El aire no tenía
ningún papel en la teoría del flogisto ni se realizaron experimentos
cuantitativos para poner a prueba la idea; por el contrario, se basaba en
observaciones de lo que sucedía cuando algo se quemaba: los objetos más comunes
parecían volverse más ligeros y perder algo en el proceso. El hecho de que una
sustancia como la madera realmente ganara peso en su conjunto
durante el quemado se ocultaba por la flotabilidad de los productos gaseosos de
la combustión. Una de las primeras pistas sobre la falsedad de la teoría del
flogisto fue que los metales también ganaban peso en la oxidación (cuando
supuestamente perdían flogisto).
El oxígeno fue
descubierto por el farmacéutico sueco Carl Wilhelm Scheele,
que produjo oxígeno gaseoso calentando óxido de mercurio y varios nitratos alrededor de 1772.
Scheele llamó al gas «aire del fuego», porque era el único apoyo conocido para
la combustión, y escribió un informe de su descubrimiento en un manuscrito que
tituló «Chemische Abhandlung von der Luft und dem Feuer» («Tratado químico del
aire y del fuego») y envió a su editor en 1775, si bien no se publicó hasta
1777.
Joseph Priestley nació el 13 de Marzo de 1733 en
Yorkshire, Inglaterra. Hijo de un comerciante de lana, perdió a su madre cuando
sólo tenía seis años de edad. Incapaz de cuidar de su hijo mayor, su padre
decidió despachar al chico para que viviera con su cuñada, Sarah Keighley, y su
marido. Los Keighley era una familia sectaria que renegaba de las crecientes
creencias anglicanas, lo que supuso una fuerte influencia en la vida de
Priestley.
A los 16 años ya dominaba el griego, el latín y el
hebreo. Después decidió aprender por su propia cuenta francés, italiano y
alemán. Una vez hubo terminado sus estudios, intentó satisfacer a su familia
probando suerte en el sacerdocio, pero su mente despierta le hizo compaginarlo
con el mundo académico. Al conseguir un puesto como profesor de idiomas
abandonó por completo el sacerdocio trasladándose a Warrington. Para aquel
entonces Priestley ya estaba bien entrado en la veintena y no había mostrado
ningún interés por la ciencia.
I: Joseph Priestley por Ellen Sharples (1794)
Fue en Warrington donde Priestley conoció a John
Seddon, quien consiguió despertar en él un creciente interés por los temas
científicos. De hecho, gracias a Seddon, se embarcó en un proyecto para
escribir la historia de la electricidad. La gran ambición de Priestley en su
proyecto y la ausencia de personas cualificadas en Warrington le motivaron a
hacer periódicos viajes a Londres, donde tuvo la suerte de conocer a
influyentes experimentadores científicos de la talla de John Canton, William
Watson, y Benjamin Franklin.
El hecho de saber poco acerca de la electricidad, no
le amedrentó lo más mínimo, y gracias a su sinceridad se ganó el fuerte apoyo
de Franklin. Éste animó a Priestley a continuar con su proyecto, ayudándole con
todos sus conocimientos sobre la electricidad. El resultado final fue publicado
en 1776 bajo el título “The History and Present State of Electricity”, siendo
uno de los libros sobre electricidad más fiables de la época.
II: The History and Present State of
Electricity
Pero si por algo pasó a la historia Joseph Priestley
no fue por este gran libro, sino por uno de los muchos experimentos en los que
empleaba su tiempo libre. El 1 de Agosto de 1774, decidió ver qué ocurriría si
extraía aire del mercurio calcinado. Siguió la misma rutina que había
establecido con experimentos anteriores sobre aires, primero bañando la
sustancia con la luz del sol, intensificada con su lupa, hasta calentarla lo
suficientemente como para emitir gas. Después añadió agua para ver si se
disolvía, pero no lo hizo.
Hasta ese momento nada parecía fuera de
lo normal, hasta que Priestley se percató de que si introducía una vela
encendida en el recipiente donde se encontraba el aire, la llama de la vela se
quemaba de una forma extraordinariamente vigorosa. Priestley sabía que había
descubierto un gas, pero aún no era del todo consciente de qué era lo que tenía
exactamente entre manos. Tras muchos meses dando vueltas a la posible utilidad
del gas recién descubierto, repitió de nuevo el experimento con la intención de
exponer directamente a un ser vivo a él.
III: Equipamiento
utilizado por Priestley en sus experimentos con gases
En marzo de 1775, introdujo un ratón adulto en un
aparato de cristal lleno del aire procedente del mercurio calcinado. Su primera
hipótesis fue que el ratón no sobreviviría más de quince minutos, el tiempo que
tardara en agotarse el aire. Pero su sorpresa fue máxima al comprobar que el
ratón se mantuvo consciente una hora y media, resultando el aire descubierto
tan bueno o mejor que el aire común respirado por animales y humanos.
Tras inhalar él mismo el gas,
escribió: «La sensación del gas en mis pulmones no era perceptiblemente
diferente al del aire normal, pero sentí mi pecho particularmente ligero y
desahogado durante un rato después».
Con sus experimentos sobre la mesa, Priestley dio por
hecho en seguida que este aire que había descubierto se trataba el responsable
de la respiración de los humanos y animales, así como de la combustión. Pero
pese a esto, los conocimientos limitados de química de Priestley le jugaron una
mala pasada en los razonamientos, haciéndole pensar que el aire descubierto se trataba
de aire deflogisticado.
Priestley publicó sus hallazgos en
1775 en un artículo titulado «An Account of Further Discoveries in Air»
(«Informe de más descubrimientos en el aire»), que incluyó en el segundo
volumen de su libro titulado Experiments and Observations on
Different Kinds of Air. Debido a que publicó sus hallazgos primero,
Priestley suele ser considerado el autor del descubrimiento.
IV: Átomo
de Oxígeno
No fue hasta que los experimentos de Priestley
llegaron a Antoine Lavoisier a finales de 1775 cuando todo comenzó a tomar un
poco más de sentido. Lavoisier repitió los experimentos de Priestley y ante los
resultados no tuvo duda de que el aire descubierto no era aire deflogisticado,
sino el “principio activo” de la atmósfera. Con una serie de experimentos
demostró que este aire se encontraba en el aire común en una proporción del
20%, y demostró que era el culpable de la combustión, la oxidación y la
respiración. Finalmente, le dio el nombre de oxígeno en 1789.
Todo esto sitúa a Priestley como el hombre que
descubrió el oxígeno, ¿pero realmente lo pretendía con su experimento? La
realidad es que no. Como el mismo confesó años después de su descubrimiento,
fue un mero golpe de suerte:
Sé que no esperaba lo que sucedería realmente. Por mi
parte, reconoceré con franqueza que, al inicio de los experimentos […] me
hallaba tan lejos de haber formulado ninguna hipótesis que condujera a los
descubrimientos que hice al realizarlos, que me hubieran parecido muy improbables
si me lo hubieran dicho; y cuando finalmente los hechos decisivos se me
hicieron manifiestos, fue muy lentamente, y con gran vacilación, que me rendí
ante la evidencia de mis sentidos.
El renombrado químico francés Antoine Lavoisier reclamó posteriormente haber descubierto la
sustancia de forma independiente. No obstante, Priestley visitó a Lavoisier en
octubre de 1774 y le habló sobre su experimento y cómo había liberado el nuevo
gas. Scheele también escribió una carta a Lavoisier el 30 de septiembre de ese
mismo año, en la que describía su propio descubrimiento de la sustancia antes
desconocida, pero el francés nunca accedió a recibirla. Después de la muerte de
Scheele se encontró una copia de la carta entre sus pertenencias.