Había una vez un joven llamado Narciso. Su madre, ansiosa por averiguar el destino de su hijo, consultó al adivino ciego Tiresias. «¿Vivirá hasta la ancianidad?», le preguntó.
«Hasta tanto no se conozca a sí mismo», replicó Tiresias. De modo que la madre se aseguró de que el hijo no viera nunca su imagen en el espejo. Al crecer, el chico resultó ser extraordinariamente hermoso y despertaba amor en todos cuantos lo conocían. Aunque nunca había visto su cara, podía adivinar a través de las reacciones ajenas que era bello; pero nunca se sentía seguro, de modo que para ganar confianza y seguridad en sí mismo dependía de que los demás le dijeran cuan bello era. En consecuencia, se convirtió en un joven absorbido por su propia persona.
Un día, Narciso se puso a caminar por el bosque a solas. Ya entonces había provocado tantos halagos que comenzó a creerse que nadie era digno de mirarlo. En el bosque vivía una ninfa llamada Eco. Esta había disgustado a la poderosa diosa Hera por parlotear demasiado; exasperada, Hera le había arrebatado el poder del habla excepto para responder a la voz de otro. E incluso entonces, solo podía repetir la última palabra pronunciada. Eco hacía tiempo que se había enamorado de Narciso, y lo siguió por los bosques esperando que le dijera algo porque, de otro modo, ella no podía hablarle. Pero aquel se hallaba tan envuelto en sus propios pensamientos que no notó que ella lo seguía a todos lados. Finalmente, Narciso se detuvo al lado de una laguna, en un bosque, para apagar su sed, y ella aprovechó la ocasión para sacudir unas ramas y atraer su atención.
—¿Quién está ahí? —gritó él.
—¡Ahí! —regresó la respuesta de Eco.
—¡Ven aquí! —dijo Narciso, bastante irritado.
—¡Aquí! —repitió ella, y corrió desde los árboles, extendiendo sus brazos para abrazarlo.
—¡Vete! —gritó airado—. ¡No puede haber nada entre alguien como tú y el bello Narciso!
—¡Narciso! —suspiró Eco tristemente; y desapareció avergonzada, murmurando una oración silenciosa a los dioses para que este joven orgulloso pudiera algún día saber lo que significaba amar en vano. Y los dioses la oyeron.
Narciso regresó a la laguna para beber y observó el rostro más perfecto que había visto nunca. Instantáneamente se enamoró del impresionante joven que tenía delante. Se sonrió, y el bello rostro le devolvió la sonrisa. Se inclinó hacia el agua y besó los rosados labios, pero su contacto rompió la clara superficie y el bello joven se desvaneció como un sueño. Tan pronto como se retiró y se quedó quieto, la imagen regresó.
—¡No me desprecies de ese modo! —le suplicó Narciso a la imagen—. Soy el que todos los demás aman en vano.
—¡En vano! —gritó Eco desde el bosque con tristeza.
Una y otra vez Narciso se acercó a la laguna para abrazar al bello joven, y en cada ocasión, como si de una burla se tratara, la imagen desaparecía. Narciso pasó horas, días y semanas contemplando el agua, sin comer ni dormir; tan solo murmuraba:
—¡Hay de mí!
Pero las únicas palabras que le llegaban eran las de la infeliz Eco. Por último, su apesadumbrado corazón dejó de latir y quedó frío e inmóvil entre los lirios acuáticos. Los dioses se conmovieron ante la visión de tan bello cadáver y le transformaron en la flor que ahora lleva su nombre.
En cuanto a la pobre Eco, que había invocado semejante castigo en su frío corazón, no obtuvo de su oración nada sino dolor. Se consumió hasta que no quedó nada de ella excepto su voz; e incluso hoy en día solo se le deja decir la última palabra pronunciada.
Pero en realidad, ¿en qué consiste el eco?
El eco es un fenómeno acústico que se origina cuando una onda rebota y regresa a su emisor. Las ondas sonoras pueden reflejarse cuando encuentran en su camino una superficie dura.
Una persona que emita un grito a cierta distancia de una pared, vuelve a percibirlo instantes después. Esto se debe al eco, que es la repetición de un sonido causada por la reflexión que se produce al chocar la onda sonora contra un cuerpo duro.
Al emitir un grito en una montaña lo escuchamos durante cierto tiempo repetido por el eco, no una, sino varias veces. Esto se debe a las sucesivas reflexiones del sonido en las cumbres.
En el caso del oído humano, para que sea percibido es necesario que el eco supere la persistencia acústica, en caso contrario el cerebro interpreta el sonido emitido y el reflejado como un mismo sonido.
La persistencia acústica es fenómeno por el cual el cerebro humano interpreta como un único sonido dos sonidos diferentes recibidos en un corto espacio de tiempo. Para que el oído perciba dos sonidos como diferentes, ambos sonidos deben tener una diferencia entre sí de al menos 70 metros para sonidos secos (palabra) y 100 metros para sonidos complejos.
Si consideramos que la velocidad del sonido es de 344 m/s, para que se perciban dos sonidos como distintos la diferencia entre el recorrido directo y el recorrido reflejado del sonido debe ser de al menos aproximadamente 34 metros. En el caso de que fuente y emisor estén muy cerca, esto implica que según la distancia al plano reflector:
Por encima de de 17 m tenemos eco, porque el oído capta el sonido original y el sonido reflejado como dos sonidos distintos.
Por debajo de una décima de segundo o de 17 m tenemos reverberación.
Reverberación y eco pueden coexistir si hay varios obstáculos a diferentes distancias.
El eco se emplea con éxito para determinar la proximidad de icebergs o de rocas a flor de agua en días de niebla como también para medir la profundidad del agua por donde pasa un barco, así como para determinar la posición de buques hundidos.
En los locales destinados a celebrar reuniones o audiciones musicales, los ecos suelen ser con frecuencia gran junto resulta más o menos confuso, como cuando un principiante toca una pieza en el piano usando siempre el pedal. Todavía es peor cuando se trata de oír un discurso, pues conviene que en tal caso se perciba distintamente cada sílaba que el orador pronuncie, sin que se confunda con el eco de las palabras anteriores. Es preciso, por lo tanto, valerse de distintos medios para evitar, en lo posible, la reflexión del sonido.
Todos sabemos que, debido a la elasticidad, una pelota arrojada contra una pared o contra el suelo, rebota. Sin embargo esto no sucede si la arrojamos sobre una cama, pues ésta absorbe el golpe. Un fenómeno semejante sucede con las ondas sonoras: si encuentran superficies duras, rebotan en ellas; si chocan contra cortinas, cortinajes o materiales a prueba de sonidos, son absorbidas.
La propiedad de ciertas sustancias a prueba de sonido es aprovechada en los teatros, y sobre todo en los cines modernos, para evitar la reverberación o producción de ecos múltiples.
Los cortinajes, los tapices y otras cosas por el estilo, son malos reflectores del sonido y resultan de cierta utilidad; también una serie de alambres tendidos de un lado a otro de la sala, encima del auditorio, pueden contribuir al desbaratamiento de las ondas sonoras impidiendo, por lo menos, que sean reflejadas desde el plano que forma el techo.
La gente misma mejora, con su sola presencia, las condiciones de una sala donde ha de hablarse o cantarse, pues sus cuerpos constituyen por encima del piso una superficie irregular contra la cual vienen a estrellarse las ondas sonoras, del mismo modo que las ondas del mar se deshacen más contra las asperezas de un acantilado que cuando chocan contra una escollera que les presenta superficies planas.
Se han realizado estudios que han demostrado cómo debe construirse un local para que la reflexión del sonido resulte útil, en vez de perjudicial. Cuando las superficies reflectoras distan mucho del orador o del músico, el sonido tarda cierto tiempo en reflejarse, y se percibe claramente el eco; pero si el sonido se produce muy cerca de una superficie curva, como este inconveniente. El que oigamos con debida claridad las palabras de un orador o que escuchemos con agrado una pieza de música, depende de que no haya eco alguno que pueda percibirse. Así es que, cuando un concertista saca una nota del piano, el sonido repercute en todos los ámbitos de la sala, produciendo el efecto de un arpegio ejecutado rápidamente. Esto, no sólo perturba la audición sino la ejecución de la música. Hay casos favorables, sucede en muchas iglesias que el eco o la reflexión lo devuelven tan de prisa, que en vez de percibirlo el oído en forma de ruido perturbador se funde o se mezcla con el sonido del cual es eco y le hace ganar en claridad.
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