Una vez ensilló y
montó un tigre, creyendo que era burro, y otra vez se ató el pantalón con una
serpiente viva —y vio que no era cinturón porque le faltaba la hebilla. Todos
le creen cuando explica que ningún avión aterriza si no le echan unos granos de
maíz en la pista o cuando cuenta la terrible matazón que hizo
el ferrocarril el día que se enloqueció y en lugar de avanzar de frente se
echó a correr a lo ancho.
—Jamasito
miento —miente el Güilo Mentiras.
El Güilo, pescador de
camarones en los estuarios de Escuinapa, es lenguaraz del rumbo. Pertenece a la
espléndida estirpe latinoamericana de los cuenteros, magos de la charla de
mostrador o fogón, siempre por hablado, jamás por escrito.
A los setenta años, le
bailotean los ojos. Se ríe de la muerte, que una noche vino a buscarlo:
—Toc toc toc —golpeó
la muerte. —Adelante —invitó el Güilo, zalamero, desde la
cama—. Te estaba esperando. Pero cuando quiso bajarle los
calzones, la muerte huyó despavorida.
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