Niño
espulgándose, 1645-50 Óleo sobre lienzo, 100 x 134 cm . Museo del Louvre, París |
Tal vez el Murillo más conocido por el público sea el de las Inmaculadas, pero hay otro Murillo, el de los niños de la calle,
el de los pilluelos harapientos y piojosos que se reparten un melón
robado, juegan a los dados o comparten almuerzo en aquella Sevilla que
se hundía en la miseria, abrumada por los impuestos y la pujante
rivalidad de Cádiz, tras la peste de 1649. Las imágenes contenidas en
estas obras son el equivalente de esas otras imágenes, sacadas del
fotoperiodismo contemporáneo, con las que somos asaltados en alguna
plácida sobremesa, y que retratan a los niños harapientos y famélicos
del llamado tercermundo, que bien pudiera estar también
oculto en algunas de nuestras calles. Aquellas imágenes todavía hoy nos
interpelan, a pesar de su lejanía...
Frente al mundo de pilluelos representado por Murillo, estaba la vida en la España de Felipe IV y Carlos II; una España en la que el pensamiento estaba dominado por el poder asfixiante de la Iglesia y, fuera del círculo de la Corte, no se hacía más arte que el religioso. Velázquez tuvo la oportunidad de instalarse en ella y su genio maduró espléndido. Los demás pintores y escultores, empero, no tenían más clientela que las instituciones eclesiásticas, ni más temas que los que dictaban los clérigos, era como dar vueltas alrededor de una noria.
En Sevilla, no obstante, había una
vida intelectual más rica debido a la afluencia de gentes de otras
latitudes y otras culturas, banqueros y negociantes atraídos por el
comercio de Indias, que, aunque tímidamente, introducen un soplo
inesperado en aquel ambiente tan espeso. En 1660 llegó a Sevilla Nicolás
Omazur, miembro de una próspera familia de pañeros flamencos, que
pronto se convirtió en cliente y mecenas del maestro sevillano. Tuvo así
la oportunidad el pintor de escapar a la dictadura clerical y pintar
otros temas y asuntos, los cuadros de género con motivos tomados de la
calle, al modo como hacían los pintores flamencos o italianos, cuya obra
sin duda conocía a través de estampas.
Niños jugando a los
dados, 1665-75 Óleo sobre lienzo, 146 x 108 cm. Alte Pinakotehk, Munich |
El interés por los niños es
recurrente en su obra y pronto pasa de la anécdota secundaria a ocupar
el centro del cuadro, en línea con la evolución del sentimiento católico
del Barroco, como atestiguan el Buen Pastor o los Niños de la Concha.
En el Niño espulgándose, sin embargo, encontramos el primer tratamiento
profano del tema. Se trata todavía de un cuadro de luces crudas, al
estilo de Zurbarán, que desprende una sensación de tristeza y abandono.
Niños comiendo
melón, 1650 Óleo sobre lienzo, 145 x 103 cm. Alte Pinakotehk, Munich |
Más adelante el maestro suaviza esta
manera con luces tamizadas por un cielo nuboso, pincelada más amplia y
fluida, que le permite un esfumado ensoñador, y gestos de una alegría
vital que contrasta con los harapos que visten los niños, lo que lleva a
algún crítico a afirmar que son cuadros absurdamente poéticos. Hay no
obstante varias justificaciones para ello:
Una es la reacción de los artistas sevillanos contra el hambre, el dolor y la muerte con una dignidad humana y resignación cristiana que les hiciera soportar el horror, tal la distancia entre Juan de Mesa y Pedro Roldán, por ejemplo. Otra es el destino de estos cuadros en los salones de una burguesía acomodada, que sin duda vería con desagrado que la realidad más sórdida invadiera su hogar cuestionándole su papel social. Finalmente debemos considerar la trayectoria personal del maestro, al filo ya o superada la cincuentena, con una vida familiar «poco feliz y de progresiva soledad», y más proclive por tanto a la complacencia emotiva y sentimental que a la denuncia combativa.
Una es la reacción de los artistas sevillanos contra el hambre, el dolor y la muerte con una dignidad humana y resignación cristiana que les hiciera soportar el horror, tal la distancia entre Juan de Mesa y Pedro Roldán, por ejemplo. Otra es el destino de estos cuadros en los salones de una burguesía acomodada, que sin duda vería con desagrado que la realidad más sórdida invadiera su hogar cuestionándole su papel social. Finalmente debemos considerar la trayectoria personal del maestro, al filo ya o superada la cincuentena, con una vida familiar «poco feliz y de progresiva soledad», y más proclive por tanto a la complacencia emotiva y sentimental que a la denuncia combativa.
El niño apoyado |
La serie está constituida por cuadros de mediano formato y composición diagonal, de luz sesgada que produce un estimulante juego de sombras y reflejos, donde un paisaje de ruinas se pierde en una neblina difusa. En uno de los ángulos del primer término suele aparecer un bodegón de frutas, muy al estilo barroco, que ya de por sí vale todo un cuadro. Los niños, plenamente integrados y adaptados a su situación, muestran actitudes alegres y desenfadas, mientras comen, juegan o negocian, como un triunfo de la vida sobre el dolor. Con ellos Murillo adelanta unas soluciones formales y expresivas sin precedentes en Europa, que anuncian los modos felices y espontáneos, coloristas y soñadores, del rococó.
Estos cuadros, pintados para esa clientela burguesa a que hemos aludido, viajan luego a Londres, Amberes o Rotterdam, donde prestigian tanto a su autor que se le cita junto a Tiziano o Van Dyck, y servirán de modelo a Gainsborough, Reynols y Constable. Cabe destacar entre ellos el de la Muchacha con flores, una niña casi adolescente, cuya sonrisa sensual y confiada puede rivalizar con la misteriosa y distante de la Gioconda. O el de las Vendedoras de frutas que cuentan las monedas y muestran al descuido su mercancía de uvas y membrillos, un magnífico bodegón de resonancias flamencas. O el de los Niños comiendo pastel, de un sentido del ritmo absolutamente clásicos y una vivacidad que sólo los impresionistas podrán superar.
Fuente:
http://artedelbarroco.weebly.com
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