Hay muchísimas variedades de quesos, tantas que casi son incontables.
De leche de vaca, cabra, oveja o mezcla de todas ellas. Blandos, duros,
para untar, para fundir, fuertes, suaves, tiernos, secos… sin agujeros y
con agujeros.
Y ¿cómo se originan esos agujeros?
Para transformar la leche en queso, se utilizan bacterias y enzimas, que se ocupan de que la parte líquida de la leche o suero, se separe de la parte sólida o cuajada.
Posteriormente, y con la ayuda de un tamiz, se acaba de separar la
cuajada, que se coloca en un molde en el que se deja reposar. Las
bacterias, los enzimas o los mohos utilizados juegan un papel muy
importante en la definición de la textura de los quesos obtenidos. De
ahí la gran variedad.
En algunos quesos, las bacterias que se quedan en la cuajada siguen
alimentándose de la lactosa, el azúcar de la leche, y como resultado de
su proceso metabólico liberan dióxido de carbono. Este gas forma pompas
—de similar manera a las que forma en una bebida carbonatada— pero
quedan atrapadas en el interior del cuerpo sólido sin posibilidad de
escapar. Formando así los agujeros.
Nota sabionda: No solamente la leche de las ovejas,
vacas o cabras son adecuadas para la fabricación de queso. De hecho se
pueden hacer de leche de cualquier mamífero: de camella, de búfala, de
llama…
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