jueves, 1 de noviembre de 2012

Alma ausente, Federico García Lorca

No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.

Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.

La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.


En recuerdo de aquellos que no estando físicamente entre nosotros, sí están...Vuela libre paloma, Maná

Te fuiste un viaje a las estrellas
te fuieste al cielo mi amor
te hiciste luz bella de estrella
y yo aqui, me quede con dolor

Tu eres mi angel de la guarda
que me cuida, que me aguarda
que esta dentro de mi

Tu eres el arbol, eres rio
y las flores de naranjo
El ave que esta aqui

No te olvido paloma
Me haces fallta mi vida
algun dia, yo te vere
ya no lloro paloma
ya no lloro mi vida
gracias por tanto amor

Gracias a la vida por tenerte
guerrero de la luz del amor
tu cuerpo ya no pudo sostenerte
Yo te voy a encontrar... en el cielo mi amor

Vuela, vuela libre mi paloma
Vuela libre, vuela libre mi amor
Tu luz y bendicion no me abandonan
si volviera a nacer seria contigo amor

No lloro mi paloma
Ya no lloro, no lloro pajarito mi amor
voy... con la fe, con la esperanza
Porque te amo mi amor
Y yo te voy a encontrar

Quisiera estar contigo en la playa
Y bailando despacito, tu mirada entrando en mi
Te fuiste y llego la primavera
que le vino a tus rosales
que le vino al colibri

No te olvido paloma
Me haces fallta mi vida
algun dia, yo te vere
Tengo el corazon inundado
corazon inundado
gracias por tanto amor!!!!!

Tu eres mi faro en la tormenta
que ilumina mis espacios de luz
Tu eres angel vida
y en el cielo mi amor... yo te voy a encontrar

Vuela, vuela libre mi paloma
Vuela libre, vuela libre mi amor
Tu luz y bendicion no me abandonan
Si volviera a nacer... seria contigo amor

No lloro mi paloma
Ya no lloro, no lloro pajarito amor mio
voy... con la fe, con la esperanza
Porque te amo mi amor
Yo te voy a encontrar

El Día de Difuntos de 1836. Fígaro en el cementerio


Larra en una carta que escribió a sus padres, fechada el 8 de enero de 1836, les comunicaba el contrato ventajoso que acaba de firmar con el periódico El Español; 20.000 reales, algo inusual para los tiempos que corrían. Se trataba de una publicación de prestigio a la que tenía que entregar dos artículos por semana. En este periódico se imprimirán los artículos considerados preludio del fin de Larra: el que nos ocupa, Fígaro en el cementerio y Necrología. Exequias del conde de Campo-Alegre.

El día de Difuntos de 1836 se publicó por primera vez en El Español, el dos de noviembre de 1836. Larra tenía aceptación por parte del gremio periodístico, gozaba de una buena posición, pero no era algo que a él le interesase especialmente. Su compromiso político le acabo llevando a la muerte.
 
 

El día de Difuntos de 1836

Fígaro en el cementerio

Mariano José de Larra






Beati qui moriuntur in domino





En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
–¡Día de Difuntos! –exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
–¡Fuera –exclamé–, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–: ¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: «Y ni los v... ni los diablos veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad», figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos:
«Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos».
Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media».
Doña María de Aragón: «Aquí yacen los tres años».
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
«El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar».
Y otra añadía, más moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».
Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:


Aquí el pensamiento reposa,


en su vida hizo otra cosa.


Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
«La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!»
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. «Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: «¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!»
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.
«El Salón de Cortes». Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.


Aquí yace el Estatuto,


vivió y murió en un minuto.


Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.
«El Estamento de Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había «aquí yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»
¡Silencio, silencio!
El Español, n.º 368, 2 de noviembre de 1836.



[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 586-592; Artículos, ed. de Enrique Rubio, Madrid, Cátedra, 1982, pp. 392-399; Artículos de costumbres, ed. Luis F. Díaz Larios, Madrid, Austral, 1998, pp. 459-467; Artículos políticos, ed. Jorge Campos, Madrid, Taurus, 1979, pp. 282-288; Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 546-553; Artículos políticos y sociales, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, pp. 225-234; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 563-569; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 536-539.]

Fuentes
http://criticateatro.blogspot.com.es
http://bib.cervantesvirtual.com

Leyenda del rey y su halcón

Cuenta la leyenda que un buen día el rey de una lejana comarca recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó al maestro de cetrería para que los entrenase.
Al cabo de algunos meses, el rey pidió informes al maestro cetrero.
Sobre el entrenamiento de sus valiosas aves.
El maestro le informó que uno de los halcones respondía perfectamente al entrenamiento, pero que el otro no se había movido de la rama donde lo dejó desde el día de su llegada.
El rey mandó llamar a curanderos y sanadores para que vieran al halcón, pero nadie consiguió hacerle volar.
Entonces optó por encargar la tarea a miembros de su corte, pero sin resultado.
Casi como último recurso, el rey decidió comunicar a su pueblo que ofrecería una jugosa recompensa a quien hiciera volar a su halcón.

A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente frente a las ventanas de su palacio.
El rey le dijo a su corte: Traedme al autor de este milagro. La corte rápidamente le presentó a un campesino.
El rey le dijo: Tú conseguiste que volara el halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres mago?
El campesino contestó al rey: No fue magia ni ciencia, mi señor, sólo corte la rama y el halcón voló. Se dio cuenta que tenía alas y echó a volar.
Las crónicas narran que desde entonces el halcón voló libre y sin restricción alguna y el rey simplemente disfrutaba de su vuelo…




....No hay quien pueda contar
las piedras en un río
ni la arena del mar
ni lo que yo he perdido
si un día fuiste aquella
la dueña de mi alma
hoy tengo que ser fuerte
y dejar que tú te vayas
Aunque me arranques la piel
vuela muy alto
no te detendré
y cada quien que tome su camino
aunque me arranques la piel
vuela muy lejos
dios sabe por qué, por qué
nos despedimos por tu bien y el mío
Y si te digo adiós (bis)
no es porque quiera
te dejo ser feliz
aunque muera de pena
Aquí no hay pecadores
ni hay delito
no era tu obligación amarme
te lo he dicho
gracias por tanto y todo
te llevaré muy dentro
tú has sido lo mejor
y yo de nada me arrepiento... eh
Aunque me arranques la piel
vuela muy alto
no te detendré
y cada quien que tome su camino
aunque me arranques la piel
vuela muy lejos
dios sabe por qué, por qué
nos despedimos por tu bien y el mío... uooooh
Y si te digo adiós
no es porque quiera
te dejo ser feliz
aunque muera de pena
Adiós adiós
y que te vaya bien...