Larra
en una carta que escribió a sus padres, fechada el 8 de enero de 1836,
les comunicaba el contrato ventajoso que acaba de firmar con el
periódico El Español; 20.000 reales, algo inusual para los
tiempos que corrían. Se trataba de una publicación de prestigio a la que
tenía que entregar dos artículos por semana. En este periódico se
imprimirán los artículos considerados preludio del fin de Larra: el que
nos ocupa, Fígaro en el cementerio y Necrología. Exequias del conde de Campo-Alegre.
El día de Difuntos de 1836 se publicó por primera vez en El Español, el
dos de noviembre de 1836. Larra tenía aceptación por parte del gremio
periodístico, gozaba de una buena posición, pero no era algo que a él le
interesase especialmente. Su compromiso político le acabo llevando a la
muerte.
El día de Difuntos de 1836
Fígaro en el cementerio
Mariano José de Larra
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En atención a que no tengo gran
memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad
que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en
qué artículo escribí (en los tiempos en que yo
escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi
vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal
cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por
harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que
ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese,
hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada
hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He
visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en
El Califa. Lo que sí me sucede es no
comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un
día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que
vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente
entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán
que dice:
Fíate en la Virgen y no corras
(refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente
cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta
esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de
melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un
liberal español en estas circunstancias puede formar una idea
aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree
en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de
una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un
tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre
el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas
elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha
quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser
prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general
constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo
siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del
Mundo en la cárcel en virtud de la
libertad de imprenta, un ministro de España y un rey, en fin,
constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su
melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y
me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un
sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y
ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora
sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si
mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos
gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me
quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como
quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y
monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi
entorpecida existencia.
–¡Día de Difuntos!
–exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con
lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar
más lúgubre que ningún año, como si presagiase su
propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su
última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas
también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y
ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que
morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía llegó entonces
a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una
situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa
más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero
de diversión...
–¡Fuera –exclamé–,
fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–:
¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a
la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de
cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las
calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en
otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al
cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí,
¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un
vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver
claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio.
Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el
sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una
esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen
vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo
comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy
capaz las calles del grande osario.
–¡Necios! –decía a los
transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No
tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también
Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros
mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais
a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos?
Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única
posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que
no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos
ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador
del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta,
porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún
jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen
más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les
puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es
éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–.
¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la
tumba de otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a
Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa
provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me
acordé del verso de Quevedo: «Y ni los v... ni los diablos
veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono;
nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La
Granja de un aire colado». En el basamento se veían cetro y corona
y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad»,
figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se
habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba
sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda?
«La armería.» Leamos:
«Aquí yace el valor
castellano, con todos sus pertrechos».
Los Ministerios: «Aquí yace
media España; murió de la otra media».
Doña María de Aragón:
«Aquí yacen los tres años».
Y podía haberse añadido:
aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el
sarcófago; una nota al pie decía:
«El cuerpo del santo se
trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido
cayó al mar».
Y otra añadía, más
moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».
Más allá: ¡Santo
Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del
fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota
de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se
debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner
letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una
esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de
borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son
los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La
cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.»
¡Dios mío, en España, en el país ya educado para
instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre
epitafio y añadí involuntariamente:
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Dos redactores del
Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta
grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma.
Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los
escribanos? En la cárcel todo puede ser.
«La calle de Postas»,
«la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son
osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la
buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle
de Josafat!
Correos. «¡Aquí yace la
subordinación militar!»
Una figura de yeso, sobre el vasto
sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de
jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol:
ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. «Aquí yace el
crédito español». Semejante a las pirámides de
Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya erigido este
edificio sólo para enterrar en él una cosa tan
pequeña?
La Imprenta Nacional. Al revés que
la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba
de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar
flores.
La Victoria. Ésa yace para nosotros
en toda España. Allí no había epitafio, no había
monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer
decía sólo: «¡Este terreno le ha comprado a
perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de
conventos!»
¡Mis carnes se estremecieron!
¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a
mañana?
Los teatros. «Aquí reposan
los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una
inscripción.
«El Salón de Cortes».
Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al
mundo en lenguas de fuego.
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Sea por muchos años,
añadí, que sí será: éste debió de ser
raquítico, según lo poco que vivió.
«El Estamento de
Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no
hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia
previsora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su
rincón.
Pero ya anochecía, y también
era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre
el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban
con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran
coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que
tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa
lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había «aquí
yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los
nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé–
la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución!
¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración!
¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras
parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor
general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió
todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir
violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio
corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro
cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro.
¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él?
¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la
esperanza!»
¡Silencio, silencio!
El Español, n.º 368,
2 de noviembre de 1836.
[Nota editorial: Otras eds.:
Fígaro. Colección de artículos
dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed.
Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 586-592;
Artículos, ed. de Enrique Rubio, Madrid,
Cátedra, 1982, pp. 392-399;
Artículos de costumbres, ed. Luis F.
Díaz Larios, Madrid, Austral, 1998, pp. 459-467;
Artículos políticos, ed. Jorge
Campos, Madrid, Taurus, 1979, pp. 282-288;
Artículos varios, ed. E. Correa
Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 546-553;
Artículos políticos y sociales,
ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, pp. 225-234;
Artículos, ed. Carlos Seco Serrano,
Barcelona, Planeta, 1981, pp. 563-569;
Obras completas de D. Mariano José de Larra
(Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 536-539.]
Fuentes:
http://criticateatro.blogspot.com.es
http://bib.cervantesvirtual.com
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