Es noche de verano, la luna
ilumina de cuando en cuando. Avanzo hacia mi casa entre las magnolias y las
palmeras, entre los jazmines y las inmensas araucarias, y me detengo a observar
la trama que las enredaderas han labrado sobre el frente de esta casa que es ya
una ruina querida, con persianas podridas o desquiciadas; y, sin embargo, o
precisamente por su vejez parecida a la mía, comprendo que no la cambiaría por
ninguna mansión en el mundo.
En la vida existe un valor que
permanece muchas veces invisible para los demás, pero que el hombre escucha en
lo hondo de su alma: es la fidelidad o traición a lo que sentimos como un
destino o una vocación a cumplir.
El destino, al igual que todo lo
humano, no se manifiesta en abstracto sino que se encarna en alguna
circunstancia, en un pequeño lugar, en una cara amada, o en un nacimiento
pobrísimo en los confines de un imperio.
Ni el amor, ni los encuentros
verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obra de las
casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en
la vida me ha sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en
el mundo, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas
de nuestro destino, como si hubiéramos pertenecido a una misma organización
secreta, o a los capítulos de un mismo libro! Nunca supe si se los reconoce
porque ya se los buscaba, o se los busca porque ya bordeaban los aledaños de
nuestro destino.
El destino se muestra en signos e
indicios que parecen insignificantes pero que luego reconocemos como decisivos.
Así, en la vida uno muchas veces cree andar perdido, cuando en realidad siempre
caminamos con un rumbo fijo, en ocasiones determinado por nuestra voluntad más
visible, pero en otras, quizá más decisivas para nuestra existencia, por una
voluntad desconocida aun para nosotros mismos, pero no obstante poderosa e
inmanejable, que nos va haciendo marchar hacia los lugares en que debemos
encontrarnos con seres o cosas que, de una manera o de otra, son, o han sido, o
van a ser primordiales para nuestro destino, favoreciendo o estorbando nuestros
deseos aparentes, ayudando u obstaculizando nuestras ansiedades, y, a veces, lo
que resulta todavía más asombroso, demostrando a la larga estar más despiertos
que nuestra voluntad consciente.
En el momento, nuestras vidas nos
parecen escenas sueltas, una al lado de la otra, como tenues, inciertas y
livianísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo.
Mi memoria está compuesta de fragmentos de existencia, estáticos y eternos: el
tiempo no pasa, entre ellos, y cosas que sucedieron en épocas muy remotas entre
sí están unas junto a otras vinculadas o reunidas por extrañas antipatías y
simpatías. O acaso salgan a la superficie de la conciencia unidas por vínculos
absurdos pero poderosos, como una canción, una broma o un odio común. Como
ahora, para mí, el hilo que las une y que las va haciendo salir una después de
otra es cierta ferocidad en la búsqueda de algo absoluto, cierta perplejidad,
la que une palabras como hijo, amor, Dios, pecado, pureza, mar, muerte.
Pero no creo en el destino como
fatalidad, como en la tradición griega, o en nuestro tango: “contra el destino,
nadie la talla”. Porque de ser así, ¿para qué les estaría escribiendo? Creo que
la libertad nos fue destinada para cumplir una misión en la vida; y sin libertad
nada vale la pena. Es más, creo que la libertad que está a nuestro alcance es
mayor de la que nos atrevemos a vivir. Basta con leer la historia, esa gran
maestra, para ver cuántos caminos ha podido abrir el hombre con sus brazos,
cuánto el ser humano ha modificado el curso de los hechos. Con esfuerzo, con
amor, con fanatismo.
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