Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada
libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el
alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un
libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus
páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando
mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá
tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo
existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí.
Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus
puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este
lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar,
los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el
tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un
nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y
los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro
que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a
nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto?
Mi
mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada. Asentí y
mi padre sonrió.
—
¿Y sabes
lo mejor? —preguntó.
Negué en silencio
— La costumbre es que la primera vez que
alguien visita este lugar tiene que escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca
desaparezca, de que siempre permanezca
vivo. Es una promesa muy importante. De por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu turno.
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