Cuando se estrena el amor, la seducción y el
deseo enturbian la percepción de las cosas. Sentirse seducido hace
perder el norte. Alguien se convierte, de repente, en el centro de la
existencia. Todo lo demás pasa a ocupar un nivel inferior. Cae al fondo
de un pozo que tiene la piedra oscurecida por los años. Al mirar dentro
nos llega el atisbo de lo que nos conmovía, el reflejo de las historias
vividas, de las personas que tuvieron un lugar. Lo único que importa es
la figura que ilumina el presente con una intensidad que apaga las
pequeñas luces. [...] La realidad exterior se modifica en función de la
presencia de quien se quiere. El paisaje, por ejemplo, no nos causará
una determinada impresión según una mirada objetiva. Veremos montañas,
ríos, garrigas, mares, pero los juzgaremos desde un único punto de
vista. Si el otro está cerca, serán muy bellos. Si está fuera, nos
provocarán indiferencia o tristeza. Un paisaje de otoño, que en algunas
circunstancias podría producirnos desánimo, nos hace sentir eufóricos
cuando nos espera la persona que queremos encontrar. Un día soleado
puede hacerse gris al saber que está ausente.
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