George estaba recostado en su remolque, sobre su espalda, viendo el pequeño televisor portátil. Sus platos de la cena estaban sucios, los del desayuno estaban sucios, necesitaba afeitarse, y la ceniza de su cigarrillo caía sobre su camiseta. Algo de la ceniza todavía estaba encendida. En ocasiones, la ceniza encendida fallaba al caer en su camiseta y caía en su piel, entonces él maldecía, apartándola de un manotazo.
Llamaron a la puerta del remolque. Lentamente se puso de pie y atendió al llamado. Era Constance: tenía un quinto de whiskey sin abrir en una bolsa.
-George, dejé a ese hijo de puta, no podía soportar más a ese hijo de puta.
-Siéntate.
George abrió la botella, tomó dos vasos, los llenó a la tercera parte con whiskey, y dos tercios con agua. Se sentó en la cama junto a Constance. Ella tomó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Estaba ebria y sus manos temblaban.
-También me llevé su maldito dinero. Tomé su maldito dinero y me fui mientras él estaba en el trabajo. No sabes lo que he sufrido con ese hijo de puta.
-Dame un cigarrillo -dijo George. Ella se lo pasó y al acercarse a él, George puso su brazo alrededor de ella, la atrajo hacia él y la besó.
-Hijo de puta, te eché de menos.
-Yo he echado de menos esas lindas piernas tuyas, Connie. En verdad eché de menos tus lindas piernas.
-¿Todavía te gustan?
-Me excito sólo de verlas.
-Nunca podré hacerlo con un chico universitario -dijo Connie-. Son tan blandos, tan sosos. Y él mantenía su casa limpia. George, era como tener una sirvienta. Lo hacía todo. El lugar estaba inmaculado. Uno podía comer estofado directamente del basurero. Él era antiséptico, eso es lo que era.
-Bebe, te sentirás mejor.
-Y no podía hacer el amor.
-¿Quieres decir que no se le paraba?
-Oh, sí se le paraba, la tenía parada todo el tiempo. Pero no sabía cómo hacer feliz a una mujer, tú sabes. No sabía qué hacer. Todo ese dinero, toda esa educación, era un inútil.
-Yo desearía haber tenido educación universitaria.
-No la necesitas. Tú tienes todo lo que necesitas, George.
-Sólo soy un lacayo. Todos los trabajos de mierda.
-Dije que tienes todo lo que necesitas, George. Tú sabes cómo hacer feliz a una mujer.
-¿Sí?
-Sí. ¿y sabes qué más? ¡Su madre venía de visita! Dos o tres veces a la semana. Y se sentaba ahí mirándome, pretendiendo que yo le agradaba, pero todo el tiempo me trataba como si fuera una puta. ¡Como si fuera una puta mala que quería robarle a su hijo! ¡Su precioso Wallace! ¡Cristo! ¡Qué desastre! Él decía que me quería. Y yo decía, "¡Mírame el coño, Walter!" Y él no lo miraba. Él decía, "No quiero ver esa cosa." ¡Esa
cosa! ¡Así lo llamó! ¿Tú no le tienes miedo a mi coño, verdad George?
-Aún no me ha mordido.
-Pero tú lo has mordido, lo has mordisqueado, ¿no es así, George?
-Supongo que sí.
-Y lo has lamido. ¿Chupado?
-Supongo que sí.
-Lo sabes malditamente bien, George, sabes lo que has hecho.
-¿Cuánto dinero sacaste?
-Seiscientos dólares.
-No me gusta la gente que le roba a otra gente, Connie.
-Por eso es que eres un jodido lavaplatos. Eres honesto. Pero él es tan imbécil, George. Y puede darse ese lujo, y yo me lo he ganado... él y su madre y su amor, su madre-amor, sus limpios tazones y baños y bolsas dispensadoras y sus refrescantes de aliento y lociones para después de afeitarse y sus rarezas y su preciosa forma de amar. Todo para él, ya entiendes, ¡todo para él! Tú sabes lo que una mujer quiere, George.
-Gracias por el whiskey, Connie. Dame otro cigarrillo.
George llenó nuevamente los vasos.
-Eché de menos tus piernas, Connie. En verdad eché de menos esas piernas. Me gusta la forma en que usas esas zapatillas de tacón alto. Me vuelven loco. Estas mujeres modernas no saben lo que se pierden. El tacón alto acentúa la pantorrilla, la cadera, el culo; le pone ritmo al caminar. ¡Eso realmente me enciende!
-Hablas como un poeta, George. En ocasiones hablas justo así. Eres todo un señor lavaplatos.
-¿Sabes lo que me gustaría hacer?
-¿Qué?
-Me gustaría azotarte con mi cinturón las piernas, el culo, las caderas. Me gustaría hacerte temblar y llorar y cuando estés temblando y llorando te abofetearía con él por puro amor.
-No quiero eso, George. Nunca antes me habías hablado así. Siempre has sido bueno conmigo.
-Súbete el vestido.
-¿Qué?
-Súbete el vestido, quiero verte más las piernas.
-Te gustan mis piernas, ¿verdad, George?
-¡Deja que la luz brille en ellas!
Constance se subió el vestido.
-Dios santo, mierda -dijo George.
-¿Te gustan mis piernas?
-¡Me encantan tus piernas!
Entonces George se inclinó en la cama y abofeteó duramente el rostro de Constance. El cigarrillo se le escapó de los labios.
-¿Por qué hiciste eso?
-¡Te tiraste a Walter! ¡Te tiraste a Walter!
-¿Y qué demonios?
-¡Así que súbete más el vestido!
-¡No!
-¡Haz lo que digo!
Geroge la abofeteó otra vez, más fuerte. Constance se subió la falda.
-¡Súbelo hasta bajo las bragas! -gritó George-. ¡En realidad no quiero ver las bragas!
-Cristo, George, ¿qué es lo que te ocurre?
-¡Te tiraste a Walter!
-George, por Dios, te has vuelto loco. Quiero irme. ¡Déjame salir de aquí, George!
-¡No te muevas o te mato!
-¿Me matarías?
-¡Lo juro!
George se puso de pie y se sirvió un trago de whiskey puro, lo bebió, y se sentó junto a Constance. Él tomó el cigarrillo encendido y lo sostuvo contra la muñeca de ella.
Ella gritó. Él lo sostuvo ahí, firmemente, y luego lo retiró.
-Soy un hombre, nena. ¿Lo entiendes?
-Ya sé que eres un hombre, George.
-Mira, ¡echa un ojo a mis músculos! -George se puso de pie y flexionó ambos brazos-. Hermosos, ¿eh, nena? ¡Mira ese músculo! ¡Siéntelo! ¡Siéntelo!
Constance tocó uno de los brazos, luego el otro.
-Sí, tienes un cuerpo hermoso, George.
-Soy un hombre. Seré un lavaplatos pero soy un hombre, un hombre de verdad.
-Lo sé, George.
-No soy el blanducho que tú dejaste.
-Lo sé.
-Y también sé cantar. Tienes que oír mi voz.
Constance estaba sentada ahí. George comenzó a cantar "El Río del Viejo". Luego cantó "Nadie sabe los problemas que he visto". Cantó "Dios Bendiga a América" deteniéndose varias veces y riendo. Después se sentó junto a Constance. Dijo:
-Connie, tienes unas piernas hermosas.
Pidió otro cigarrillo. Lo fumó, tomó otros dos tragos, luego puso su cabeza sobre las piernas de Connie, sobre las medias, en su vientre, y dijo:
-Connie, supongo que no soy bueno, supongo que estoy loco, lamento haberte golpeado, lamento haberte quemado con el cigarrillo.
Constance estaba sentada ahí. Pasó sus dedos por el cabello de George, acariciándolo, calmándolo. Muy pronto se durmió. Ella esperó un poco más. Luego levantó su cabeza de sus piernas y la colocó sobre la almohada, levantó sus piernas y las colocó sobre la cama. Ella se puso de pie, caminó hacia la botella, se sirvió un buen trago de whiskey en su vaso, añadió un toque de agua y lo bebió hasta el fondo. Caminó hacia la puerta del remolque, la abrió, salió, cerró. Caminó por el patio trasero, abrió la puerta de la cerca, caminó por la callejuela bajo la luna de la una de la mañana. El cielo estaba libre de nubes. El cielo nublado también estaba ahí arriba. Salió hacia el boulevard y caminó hacia el este y llegó hasta la entrada del Blue Mirror.
Entró y ahí estaba Walter sentado solo y borracho al final de la barra. Caminó hasta ahí y se sentó junto a él.
-¿Me echaste de menos, nene? -preguntó ella.
Walter levantó la vista. La reconoció. No respondió. Miró al cantinero y el cantinero caminó hacia ellos. Los tres se conocían bien.