Pasaba cada día por la puerta de mi despacho, silenciosa,
tranquila, pero siempre sonriendo. Desde mi mesa oía su voz saludando y
yo pensaba entonces que la mañana era más luminosa, más acogedora, más
humana. Luego me perdía en mi trabajo y parecía que la olvidaba, pero
no, de vez en cuando recordaba esa sonrisa y todo me parecía más fácil.
Un día llegué hasta donde ella trabajaba. En el mismo edificio,
en el mismo lugar, pero tan lejano de mí como las antípodas y… observé
que la gente a su alrededor la ninguneaba, que sus opiniones no eran
escuchadas, que su sonrisa se perdía entre un montón de intereses, de
hipocresías, de amabilidades medidas y tasadas.
La miré, me miró y las dos nos entendimos con ese lenguaje que va más allá de la palabra.
Pensé que lo que triunfa, lo que medra, lo que asciende es el
comercio servil e interesado. La manipulación y el engaño, la sonrisa
fácil y la crítica punzante e hipócrita. Su sonrisa limpia, serena y
tranquila servida cada mañana como un regalo para el corazón, se hacía
añicos frente a la mezquindad.
Ella me miró otra vez y esta vez presentí el dolor.
Pasaron unos días y volví a subir aquella escalera que me
llevaba a las antípodas… ya no estaba allí. Todo me pareció diferente.
La luz era la misma, pero parecía no tener la misma intensidad. Un aire
menos puro atravesaba la estancia. Pregunté por ella.
—Se fue— me dijeron. —Su mesa un día apareció vacía. No sabemos
porqué, ya que no la veíamos, pero cuando miramos hacia donde ella
estaba, sentimos la sensación de haber perdido algo.
—Quizá su sonrisa?— pregunté. Nadie me contestó, todos bajaron la cabeza.