- Leyenda de Argentina -
Después de castigar a los tupíes, un
poderoso cacique guaraní se había establecido tranquilamente con sus parciales
no lejos del Iguazú. Pero, como no hay en este mundo felicidad completa, la que
le había producido su victoria, se veía turbada por las inclinaciones amorosas
de su hija.
Ñeambiú, que así se llamaba ésta, se
había enamorado de un prisionero de su padre: un gallardo mocetón tupí, de
nombre Cuimbaé, que correspondía apasionadamente al amor de la joven.
Y estas relaciones, que a los dos
enamorados les parecían la cosa más natural y agradable del mundo, al cacique y
a su mujer les producían la mayor contrariedad. El cacique y su esposa no
querían ni siquiera pensar en que Ñeambiú pudiese separarse de ellos, y mucho
menos para casarse con un hombre que pertenecía a la raza de los tupíes, sus
enemigos de ayer. Hasta tal punto llevaban su oposición, que varias veces
dijeron a su hija que antes querían verla muerta que casada con Cuimbaé.
La bella Ñeambiú vivía, por todas estas
cosas, cada día más sola y afligida. A sus padres no les podía contar sus
penas, porque precisamente eran ellos quienes las causaban con su
incomprensión. Y a Cuimbaé, su amado prisionero, no lo podía ya ni ver, por la
estrecha vigilancia que le habían puesto.
Cansada así de vivir sola en la triste
compañía de los hombres, se decidió un día a completar su soledad con la de los
montes. Y se escapó de su casa.
Alarmado el cacique al echar de menos a
su hija, acudió inmediatamente a ver a Cuimbaé, sospechando que la joven se
hubiera fugado de acuerdo con él. Pero se equivocó. El infortunado prisionero
recibió con mucha pena la noticia y expresó sinceramente su extrañeza. Luego
dijo:
- Yo soñé que una mujer muy fiera, que
representaba la desgracia, se había llevado a Ñeambiú a los montes del Iguazú,
donde mora entre los animales, que ni la atacan ni huyen de su presencia.
- ¡Al Iguazú! ¡Al Iguazú! - ordenó
entonces el desconsolado cacique - ¡Al Iguazú, a buscar a mi hija, que se la ha
llevado caaporá!
Y los vasallos salieron hacia el Iguazú,
a librar a Ñeambiú de las garras de caaporá, un ser fantástico que, con
monstruosa figura humana, unas veces de hombre y otras de mujer, habita en los
montes y hace desgraciados para toda su vida a los que tienen la desdicha de
mirarlo.
La chillería de los ipecúes, unos pájaros
que alborotan mucho cuando ven gente, movió la curiosidad de la fugitiva que,
para ver qué sucedía, salió del monte donde se había metido. Y como los hombres
que venían en su busca ya estaban cerca de aquel lugar, no tardaron en
descubrirla.
Con las razones más persuasivas y el tono
más cariñoso, trataron todos de convencerla de que debía regresar al seno de su
familia. Pero por más que se esforzaron, no consiguieron hacerla salir del
estado de indiferencia en que había caído.
El dolor había quemado sus sentimientos,
y la pérdida de la esperanza había dejado sin sentido su vida. Sorda a los
requerimientos de los enviados de su padre, les volvió la espalda e internóse
de nuevo en el monte.
Ante el fracaso de los emisarios, las
amigas de Ñeambiú determinaron, a una sola voz, ir en busca de la fugitiva.
Quizás ellas, con solicitud más cariñosa, lograran lo que no habían conseguido
los que sólo habían ido a cumplir un mandato.
Pero como éstos, las amigas de la infeliz
y trastornada joven volvieron desconsoladas. Sus súplicas resultaron también
completamente ineficaces.
Ñeambiú había permanecido ante ellas como
una estatua: ni respondía palabra, ni daba muestras del menor sentimiento.
La desdicha de Ñeambiú parecía
irremediable.
Consultóse entonces, como se hacía
siempre en casos tales, al adivino de la parcialidad. Era Aguará-Payé, un indio
tan sagaz como su nombre, Aguará, que quiere decir zorro. Aguará-Payé cogió dos
enormes mates o calabacines llenos el uno de infusión de yerba del Paraguay y
el otro de chicha y se los tomó. Al punto hizo unos visajes horribles y cayó
como muerto.
Vuelto en sí al cabo de un largo rato,
dijo:
- Ñeambiú ha perdido para siempre la
sensibilidad y el habla. Abandonad la empresa.
- ¡No! - contestaron los padres de
Ñeambiú -. No; antes morir que abandonarla.
Y se marcharon todos hacia el Iguazú.
Comprendiendo que Ñeambiú necesitaba una
profunda sacudida que reavivase su sensibilidad, simularon la muerte de varios
amigos, pero no obtuvieron el resultado esperado. Después le anunciaron la
muerte de sus propios padres y tampoco lograron conmoverla. Entonces, como
último recurso, le dijeron a Aguará-Payé, que contemplaba la triste escena:
- Haz que sienta.
Obedeciendo Aguará-Payé, se adelantó
pausadamente y le dijo a Ñeambiú:
- Cuimbaé ha muerto...
Una descarga eléctrica no hubiera
sacudido con más intensidad a Ñeambiú.
La desgraciada joven lanzó un lamento que
estremeció todo el bosque y desapareció.
Fue un lamento tan triste y amargo que
traspasando de profundo dolor a los que habían acudido a aquel lugar, los dejó
convertidos en sauces.
Al poco rato, volvió Ñeambiú transformada
en el ave que llaman urutaú y se posó en la rama más deshojada de aquellos sauces,
para llorar eternamente su desventura. Éste es el origen del urutaú, cuyo canto
parece un dolorido lamento de mujer.