Compartir mi vida, Llévame por lo que soy. Porque nunca voy a cambiar Todos mis colores para ti. Toma mi amor, Nunca voy a pedir demasiado, Solo todo lo que sos Y todo lo que haces. Realmente no necesito mirar Mucho más lejos / más No quiero tener que ir Donde no me sigas No quiero contener otra vez , Esta pasion que tengo dentro. No puedo huir de mí mismo, No hay ningún lugar para esconderse. (Tu amor me lo recordará por siempre.)
Esta pareja de amantes no pertenecen a nadie y son de todo el mundo.
La historia del amor "involuntario, irresistible y eterno" de Tristán e
Isolda, que se prolonga durante toda la vida e incluso después de la
muerte, atrajo con fuerza, ya desde sus inicios, a quienes la
escucharon. El destino trágico de aquellos dos amantes encadenados de
por vida cautivó tan hondo, que de nada valieron las reconvenciones ni
los reproches de los predicadores. La historia sobrevivió con fuerza, y
su presencia se hace visible aún en nuestros días. De la multiplicidad
de versiones originales francesas que se ocuparon de la historia,
ninguna sin embargo ha llegado completa hasta nuestros días. El
extraordinario romanista que fue Joseph Bédier reconstruyó con sabiduría
y precisión, a partir de los fragmentos conservados, la historia de los
dos desdichados amantes.
La leyenda
Del niño al héroe
Todo empezó en una batalla: el buen rey Marcos veía como las tierras de Cornualles caían en manos del enemigo. Ante el horror, el fiel rey de Leonís, Rivalen, no dudó en cruzar el mar
para ofrecer su espada a la espada amiga. Del final de la guerra no
solamente obtendrían la victoria, sino que en virtud de su valentía, el
rey Marcos ofrecería a Rivalen la mano de Blancaflor, su hermana. El
compromiso no fue un fraude, aquellos dos inocentes se querían, pero su
dulce matrimonio fue breve. Tuvieron que volver a su reino para
defenderlo de otros enemigos.
Esta vez, la guerra sólo trajo desgracias: el cuerpo muerto de
Rivalen y una tristeza profunda en el corazón de Blancaflor, que el
mismo día que trajo al mundo a su hijo, murió y, como no podía ser de
otra forma en un día tan triste, le puso por nombre Tristán. Pero el
recién nacido no tuvo tiempo ni de llorar, porque los enemigos entraban
en el castillo. Con el rey y la reina muertos, solamente quedaba el leal
Rohalt para salvarlo: huyó con el recién nacido entre sus brazos y lo
haría pasar por su hijo hasta que fuera seguro devolverle al linaje al
que pertenecía, el de rey de Leonís.
Tristán fue educado entre sus hermanastros, pero a los siete años
el escudero Governal se hizo cargo de su enseñanza, aquel que necesita
todo rey para ser un caballero tanto en las armas como en las artes.
Fue este aprendizaje el que le salvó la vida cuando, raptado por unos mercaderes de Noruega y finalmente abandonado a la suerte del mar, llegó a tierras lejanas donde lo apreciaron por todos estos conocimientos. Esta tierra
era Cornualles y el que más le quería era el buen rey Marcos. ¡Qué gran
noticia cuando supieron que la sangre los unía! ¡Qué emoción sintieron
cuando el buen rey Marcos vio al fin en los ojos
de Tristán los del valiente Rivalen y la bella Blancaflor! Tanta era
la amistad que unía ahora a estos dos hombres, que cuando Tristán volvió
a Leonís para recuperar su trono, dejó el reino en manos del leal
Rohalt, y volvió hacia las tierras de Cornualles, junto al buen rey
Marcos.
Al llegar a Cornualles, el Morholt de Irlanda
estaba aterrorizando a los aldeanos: reclamaba trescientas doncellas y
trescientos niños por un impuesto ancestral. Ya os lo podéis imaginar,
la espada de Tristán fue la única que se levantó para defender
Cornualles de aquel tratado prehistórico. El héroe venció, como era de
esperar, dejando parte de su espada en el cuerpo del enemigo, que a la
vez dejó en el cuerpo de Tristán el veneno de su arma. Una victoria sin
fiestas. Días después del combate, Tristán reposaba en una cama
emponzoñada. Su cuerpo recubierto de heridas soltada un hedor que sólo
el amor del fiel Governal y del rey Marcos podían soportar... pero
Tristán puso fin: pidió a Governal que lo metiese en una barca y que lo
enviase hacia al mar, una vez lo había salvado de los mercaderes y quizás ahora lo haría del veneno del Morholt.
Los venenos de Tristán
Esta vez, el mar le ayudó y le condenó para siempre al mismo tiempo.
Lo llevó hasta las manos de una bella dama que lo supo curar, pero que
también eran las manos del enemigo, de la sobrina del Morholt y de la
hija del rey de Irlanda, Isolda la Blonda, las mismas manos que, sin quererlo, lo llevarían a una vida de errático amor.
Pero esto último Tristán todavía no lo sabía, cuando las heridas
empezaron a desaparecer y su rostro podía ser identificado, huyó a
Cornualles dónde tomaría la fatídica decisión.
En el castillo del rey Marcos ya había empezado el complot: los
varones más recelosos veían con malos ojos la amistad que le unía con
Tristán y le exigían descendencia. Cansado de tanta palabrería, el rey
Marcos propuso una apuesta: aquella mañana unas golondrinas le habían
traído un cabello dorado y sólo se casaría con aquella a quien
pertenecía. Tristán se lo pensó y queriendo tapar las bocas de aquellos
que lo acusaban de pretender el reino, él mismo se echó de nuevo al mar para buscar a aquella que ya conocía y traerla a los brazos de su amigo. ¡Terrible valentía!
Cuando Tristán llegó al irlandés puerto de Weisefort, las voces
reclamaban al valiente que al fin se desharía del dragón maléfico que
cada día bajaba a la aldea y se comía a una familia entera. En la
desesperación, el rey de Irlanda había ofrecido la mano de su hija,
Isolda la Blonda, al caballero que consiguiese vencerlo.
Es evidente que Tristán no se lo pensó ni un segundo, subió por el
camino que le había indicado un caballero fugitivo y comenzó la batalla
entre el monstruo y el héroe: la espada de Tristán rebotó en la piel
impenetrable del dragón, éste le arrancó la armadura, y con el pecho al
descubierto, Tristán le devolvió el golpe una y otra vez. El dragón le
ennegreció con su fuego envenenado, pero Tristán le respondió, se
levantó y consiguió entrar su espada por la garganta del dragón, hasta
llegar al mismo corazón de la bestia que quedó partido en dos.
Tristán todavía tuvo fuerzas para cortarle la lengua como prueba de su
hazaña, pero el veneno de la bestia ya circulaba por sus venas y
entre los matorrales dejó caer su cuerpo vencido.
El cobarde caballero que había indicado el camino del monstruo a
Tristán, volvió aquel mismo día donde estaba el dragón y al ver que
estaba muerto pensó el engaño: el caballero que había matado a la
bestia seguramente estaría muerto, así que cogió la cabeza del dragón y
reclamó la mano de Isolda la Blonda. Al rey le costaba creer que
aquel cobarde hubiese realizado la hazaña e Isolda la Blonda, lista
entre hombres y mujeres, no quiso claudicar. Reunió a sus sirvientes más
fieles y quiso ver la escena del crimen; unos metros más allá de donde
se encontraba el dragón muerto, el cuerpo abatido de Tristán clamaba
justicia.
De nuevo la habitación de Isolda la Blonda acogió al héroe para
curarlo del veneno y poder demostrar, una vez recuperado, que él había
sido el vencedor. La bella dama no reconoció en el rostro de Tristán al
asesino de su tío, pero en cambio la espada del héroe habló por él: le
faltaba un pequeño trozo que encajaba perfectamente con el que Isolda la
Blonda había encontrado en el cuerpo de su tío Morholt, cuando volvió
difunto a Weisefort.
No se lo pensó. Cogió la espada que un día había matado a su tío y
la encaró contra Tristán. El valiente no tenía ni armas ni arpas para
apaciguar la ira de la bella dama, pero todavía le quedaban las
palabras. Despacio, la fue convenciendo de su valor, de por qué había
tenido que matar el Morholt, de cómo había luchado por ella para
deshacerse el dragón y de cómo había empezado todo cuando unas
golondrinas habían traído uno de sus cabellos dorados a Cornualles.
La princesa se enterneció, pero la ternura no sería igual en el
corazón del rey de Irlanda cuando viese delante suyo el culpable de la
muerte de su hermano. Así que Isolda, otra vez lista entre hombres y mujeres,
le hizo jurar a su padre que siempre guardaría lealtad al héroe que
había matado al dragón y que le ofrecería igualmente su mano como
esposa. Ante toda la corte de Weisefort apareció Tristán. El odio se
podía leer en las espadas que, ahora desnudas, clamaban venganza.
Anticipándose a la revuelta, Tristán había pedido que los mejores
varones del reino de Cornualles viajaran hacia Weisefort para
presentarse en el castillo. Acababan de entrar a la sala donde, con su
nobleza, apaciguaron la rabia de Irlanda.
Las manos del rey de Irlanda unían ahora las de Tristán e Isolda y en
aquel bello momento, Tristán prometió en voz alta que llevaría a la
dama hasta los brazos del rey Marcos. Duras palabras para el corazón
enternecido de Isolda la Blonda, que ahora se sentía traicionada por
aquel que ella había decidido defender y que no la quería por esposa. La
madre reina, previendo la inmensa tristeza de su hija, preparó una
poción mágica en secreto y se la dio a la leal Brangien, sirviente y
amiga de la princesa. Cuando el rey Marcos e Isolda bebieran la poción
quedarían enamorados –con un amor que pocos mortales podrían entender- hasta el mismo día de su muerte.
La poción no tocó nunca los labios del rey Marcos. En el barco
camino de Cornualles, mientras Brangien dormía el peor sueño de su
vida, Tristán e Isolda tragaron por error el líquido encantado. Cuando
Brangien despertó ya era demasiado tarde, los amantes estaban destinados
a serlo por siempre jamás y en aquel mismo barco se entregaron el uno
al otro, traicionando por siempre la lealtad al rey Marcos y entrando
en un infierno que los perseguiría el resto de sus vidas.
Llegados a Cornualles, todo fueron abismos de este mismo infierno
para los desesperados: la noche de boda con el rey Marcos, Brangien se
hizo pasar por Isolda la Blonda dejando así su virginidad en manos del
monarca y guardando a su reina de toda deshonra; después Isolda se iba
volviendo loca de desconfianza, hasta el punto de ordenar a dos
caballeros la muerte de su amiga Brangien, por miedo a que hablase
–¡suerte tuvo Isolda de la piedad de los dos caballeros ante la historia
de Brangien, que finalmente pudo volver a la corte en vida,
abrazada por la amistad que Isolda le profesaba de nuevo!-; más tarde
los varones empezaron a sospechar de los amantes y metieron otro veneno,
el de los celos, en el corazón del rey Marcos para que echara a Tristán
de su reino.
Así fue: el rey Marcos finalmente cedió a las malas lenguas, y
tras varios intentos fallidos por parte de los varones llegó la prueba
concluyente: un hilo de sangre
de una herida insignificante de Tristán se podía ver en la cama que
cada noche compartían el rey Marcos e Isolda la Blonda. El odio no se
hizo esperar y construyó una hoguera para quemarlos el mismo día. Camino
de la hoguera, Tristán consiguió escapar, pero cuando el rey supo que
Tristán se había escapado, su odio creció tanto como las llamas que
ahora se levantaban delante suyo. Ya a punto de echar a la hoguera a la
que había sido su dulce esposa, el grupo de leprosos de Cornualles
habló: ¿realmente la odiáis y queréis que muera en un instante?, le
dijeron.
La propuesta de los leprosos era macabra: que les dieran a Isolda
la Blonda para vivir entre ellos, para convertirse en una de ellos y
ver cómo su cuerpo radiante se iba deformando en una muerte cruel y
lenta. Una venganza perfecta que el buen rey Marcos no desaprovechó.
Los leprosos se llevaron a Isolda la Blonda pero ignoraban que Tristán
bien pronto se la arrebataría de nuevo para llevársela a la profundidad
de los bosques de Cornualles.
Probar lo improbable
Dos años vivieron en medio del bosque acompañados del fiel Governal.
Extrañamente felices, los harapos y la comida primitiva no les
molestaban. Pero el veneno del amor no los eximía de los remordimientos y
por eso cada noche sus cuerpos desnudos se juntaban, pero sin llegar
nunca a tocarse. Una espada separaba los dos jóvenes en señal de
castidad. Así fue como se los encontró el rey Marcos cuando descubrió la
cabaña. No estaban acurrucados, el uno sobre el otro, entrelazando
brazos y piernas como correspondería a cualquier pareja de amantes. Y
comprendió. Puso su espada en lugar de la de Tristán separando de nuevo
a su amigo y a su esposa. El mensaje era claro, podían volver a casa.
A su regreso, las voces de los varones no se hicieron esperar. De
nuevo pedían el exilio de Tristán, y contra su propio corazón, el rey
Marcos accedió. También pidieron el juicio del hierro rojo para Isolda
la Blonda, según el cual si decía la verdad, al coger el hierro al rojo
vivo su mano quedaría intacta. La bella dama no tembló. Envió un mensaje
a Tristán, que no se había marchado de la comarca, pidiéndole que fuese
a la playa vestido de mendigo. El día señalado, llegaron en barco al
juicio, pero Isolda pidió la ayuda de algún mendigo para no mojarse el
vestido. El harapiento Tristán se acercó y cogiéndola entre los brazos
la llevó hasta la arena, donde Isolda la Blonda le hizo caer. Ya os
imagináis por qué. Al hacer el juramento fue concisa: os puedo prometer
que nunca en la vida nadie más que el rey Marcos y este mendigo que
acabáis de ver me ha tenido entre sus brazos. El hierro al rojo vivo fue
como agua para las manos de Isolda.
Un triste final
Recuperada la confianza del rey y cumplido el juramento, Tristán
decidió que era el momento de alejarse si no quería volver a traer la
desgracia a la vida de su amada. Los amantes se separaron por primera
vez. No podían vivir ni morir el uno sin el otro. Separados, no era la
vida ni la muerte, sino la vida y la muerte a la vez. En la distancia,
los celos aparecieron en sus corazones. Tristán había cabalgado todas
las tierras del Mediterráneo ofreciendo sus servicios de caballero en
diferentes reinos. Ni un mensaje de Isolda la Blonda. La veía cubierta
por las amabilidades del rey Marcos mientras él vagaba por tierras
lejanas.
Finalmente, en el reino de Bretaña aceptó la mano de una dama
que, ironías del destino, tenía por nombre Isolda de las Blancas Manos.
En el mismo momento que aceptó se arrepintió; cuando la tuvo en la cama
nupcial le mintió: no podía darle su cuerpo hasta pasados seis meses.
No pasaron seis meses que, en una de las batallas que Tristán
libró para defender su nuevo reino, otra vez entró el veneno en sus
venas. Esta vez, no obstante, no había remedio. No podía ser más
desgraciado y en la desgracia, había confesado al hermano de Isolda de
las Blancas Manso, ahora su amigo, su tortura. También un veneno, ¡pero
este de amor! El leal compañero se enterneció ante la petición que le
hacía Tristán: ver a Isolda la Blonda antes de morir. Aceptó el favor y
quedó con Tristán en que si volvía con ella, alzaría velas blancas en su
barco, y si no podía hacerlo las velas serían negras.
Tal día llegaba ya Isolda la Blonda para ver a su amante, que la
otra Isolda, la de las Blancas Manos, llevada por la rabia de saberse
segunda mintió a Tristán diciéndole que el barco de su hermano alzaba
velas negras. Allí mismo se fundió el cuerpo del héroe y todavía estaba
caliente cuando Isolda la Blonda entró en la habitación. Pero aquel
calor era sólo un recuerdo de Tristán, una sombra que ya no volvería a
dormir a su lado. Y así mismo, como había entrado, se tumbó sobre el
cuerpo muerto de Tristán para morir ella también. No eran nada si no
estaban juntos. Y también juntos, moría ahora uno contra el cuerpo del
otro.
Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete
todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no
disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial,
en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada
cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero
para que el tiempo no se desordenara.
Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo
febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería
hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y
compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la
Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la
cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de
palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de
carnaval.
Llegó el día, y todos se reunieron.
Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro.
Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los
mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre
fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja
del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que se
diviertan!».
Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres,
llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los
soldados.
-Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza
ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme
de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al
trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana.
Martes, el día de Marte, o sea, el de la fuerza.
-¡Sí, lo soy! -dijo-. Pongo manos a la obra, ato las alas de Mercurio a las
botas del mercader, en las fábricas inspecciono si han engrasado las ruedas y si
éstas giran; atiendo a que el sastre esté sentado sobre su mesa y que el
empedrador cuide de sus adoquines. ¡Cada cual a su trabajo! No pierdo nada de
vista, por eso he venido en uniforme de policía.
-Si no les parece adecuado, búsquenme un atuendo mejor.
-¡Ahora voy yo! -dijo Miércoles-. Estoy en el centro de la semana. Soy
oficial de la tienda, como una flor entre el resto de honrados días laborables.
Cuando dan orden de marcha, llevo tres días delante y otros tres detrás, como
una guardia de honor. Tengo motivos para creer que soy el día de la semana más
distinguido.
Jueves se presentó vestido de calderero, con el martillo y el caldero de
cobre; era el atributo de su nobleza.
-Soy de ilustre cuna -dijo-, ¡gentil, divino! En los países del Norte me han
dado un nombre derivado de Donar, y en los del Sur, de Júpiter. Ambos
entendieron en el arte de disparar rayos y truenos, y esto ha quedado en la
familia.
Y demostró su alta alcurnia golpeando en el caldero de cobre.
Viernes venia disfrazado de señorita, y se llamaba Freia o Venus, según el
lenguaje de los países que frecuentaba. Por lo demás, afirmó que era de carácter
pacífico y dulce, aunque aquel día se sentía alegre y desenvuelto; era el día
bisiesto, el cual da libertad a la mujer, pues, según una antigua costumbre,
ella es la que se declara, sin necesidad de que el hombre le haga la corte.
Sábado vino de ama de casa, con escoba, como símbolo de la limpieza. Su plato
característico era la sopa de cerveza, mas no reclamó que en ocasión tan solemne
la sirviesen a todos los comensales; sólo la pidió para ella, y se la trajeron.
Y todos los días de la semana se sentaron.
Los siete quedan dibujados, utilizables para cuadros vivientes en círculos
familiares, donde pueden ser presentados de la manera más divertida. Aquí los
damos en febrero sólo en broma, el único mes que tiene un día de propina.