Inmensas tempestades, tu mano y la mía. tienes algo... no sé que es. hay tanto de melódico en tu fantasía... y un toque de misterio, mi límite. conservo algún recuerdo que no debería, lo sé, ¿qué puedo hacer? a todos no ocurre: la monotonía nos gana la batalla alguna vez. alguna vez, alguna vez, alguna vez.... Por eso, vida mía, por el día a día, por enseñarme a ver el cielo más azul, por ser mi compañera y darme tu energía; no cabe en una vida mi gratitud por aguantar mis malos ratos y manías, por conservar secretos en ningún baúl, capaz de ganar y de perder. Perdona si me ves perder la compostura. en serio, te lo agradezco que hayas sido mía. si ves que mi canción acaso no resulta, avísame y recojo la melancolía.... melancolía. Te dejaré una ilusión, envuelta en una promesa de eterna pasión; una esperanza pintada en un mar de cartón; un mundo nuevo que sigue donde un día lo pusiste.
Elogio de la lectura y la ficción (fragmento)
" - Discurso Nobel 2010 - Mario Vargas LLosa
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en
el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más
importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después
recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros
en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y
del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas
de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís
contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso
Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean
Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al
alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura.
Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron
continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se
terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he
pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras
crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de
exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y
llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el
abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis
versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a
escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan
mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me
querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a
ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido
dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es
escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la
adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo
natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna
la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se
marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo
reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de
ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una
disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la
escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas.
Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que
el número y la ambición son tan importantes en una novela como la
destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras
son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo,
comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar
el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista
de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la
actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la
Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo
o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables.
Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron
explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme
con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de
mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores
circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera
sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores
y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era
privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas
dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso
en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi
todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura
florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta
cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera
existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las
conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto
de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la
civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos
comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo
que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos
inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni
siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las
insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene,
dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal
como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de
la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones
para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener
cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la
libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte
cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión.
Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la
belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión,
pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la
conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que
establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta
suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el
riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo
sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la
libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el
oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o
no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la
insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la
fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación,
si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los
ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de
quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y
carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos
gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas,
creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran
ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón
de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma
Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián
Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan
Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo
de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo
de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el
lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista
saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una
fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que
erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las
religiones, los idiomas y la estupidez. " Fuente: El Poder de la Palabra
Retuve estrellas en el sur para animar tus ojos,
Guardé los cielos del glaciar para azular tus ojos
Que sepas que no es fácil respirar, el aire en que no estás...
Tú sabes cómo es esto: si miro la luna de cristal, la rama roja del lento otoño en mi ventana, si toco junto al fuego la impalpable ceniza o el arrugado cuerpo de la leña, todo me lleva a ti, como si todo lo que existe, aromas, luz, metales, fueran pequeños barcos que navegan hacia las islas tuyas que me aguardan.
Ahora bien, si poco a poco dejas de quererme dejaré de quererte poco a poco.
Si de pronto me olvidas no me busques, que ya te habré olvidado.
Si consideras largo y loco el viento de banderas que pasa por mi vida y te decides a dejarme a la orilla del corazón en que tengo raíces, piensa que en ese día, a esa hora levantaré los brazos y saldrán mis raíces a buscar otra tierra.
Pero si cada día, cada hora sientes que a mí estás destinada con dulzura implacable. Si cada día sube una flor a tus labios a buscarme, ay amor mío, ay mía, en mí todo ese fuego se repite, en mí nada se apaga ni se olvida, mi amor se nutre de tu amor, amada, y mientras vivas estará en tus brazos sin salir de los míos.
Como es
sabido, el agua está compuesta de dos átomos
de hidrógeno y uno de oxígeno.
El oxígeno
tiene dos electrones más que los átomos
de hidrógeno, que quedan sueltos en la estructura
molecular del agua. Estos electrones buscan constantemente
conexiones con otros átomos de hidrógeno.
De ese modo, las moléculas están permanentemente
rompiéndose y rehaciéndose. Por eso el agua
es un líquido que fluye. Pero al solidificarse,
el movimiento se hace imposible. En ese caso, muchas moléculas
habrán quedado en la superficie del hielo con sus
dos electrones extra mirando hacia afuera y sin pareja.
Estos electrones buscarán unirse a otros sueltos
que encuentran en el agua que contiene nuestra lengua.
Los electrones del agua unen la boca y el hielo.
Hay algunos imprescindibles en nuestra vida en los que no reparamos
hasta que nos hacen falta; uno de ellos es, sin duda, el papel de baño.
Supongo que alguna vez ha sido presa del terror y la
desesperación al encontrar ese pequeño cilindro de cartón sin su
acolchado recubrimiento, lo que lo ha movido a gritar con enfado y
frustración: ¡el papeeel!
Antes de la invención del papel higiénico se utilizaban otros materiales como hojas de lechuga, pieles de animales, hierbas, hojas de coco o de maíz.
Por supuesto la zona donde se vivía determinaba el material de elección.
Los antiguos griegos se limpiaban con trozos de barro y piedras,
mientras que los romanos lo hacían con esponjas amarradas a un palo y
empapadas en agua salada. Por su parte, los inuit optaban por musgo en
verano y por nieve en invierno, y para las gentes de zonas costeras la
solución procedía de las conchas marinas y las algas.
Los romanos tenían otras soluciones. Las personas más pobres utilizaban los baños públicos, y su solución fue una esponja en un palo remojada en agua salada, se limpiaban convenientemente, y luego volvían a sumergir el palo en el cubo de agua salada. Tempranito, por la mañana, se cambiaba la cubeta por una limpia y, probablemente era el mejor momento para ir a hacer sus cosas. Los romanos más ricos utilizaban lana - mucho más suave - empapada en agua de rosas, que olía mucho mejor, pero que era probablemente menos eficaz para combatir los gérmenes. En la Edad Media, limpiarse con heno era muy común...
En la época isabelina, el papel fue mucho más usado, y los ricos
comenzaron a usar papel y trapos. Los más pobres utilizaban los trapos
sobrantes y los estadounidenses comenzaron a utilizar las mazorcas de
maiz para limpiarse...
Los Hawaianos tenían la costumbre de usar las cáscaras de coco, tan incómodo como suena, y los esquimales no se quedaban atrás, porque usaban el musgo de la tundra y la nieve para eliminar los detritus.
En la América colonial eran las mazorcas de maíz, las conchas de
mejillones fueron muy populares en las regiones costeras, así como unas
buenas cáscaras de cocos en zonas como Hawai. Lugares menos templados
como Francia, la realeza como Luis XIV utilizaba la lana para mayor
comodidad, en cambio en la India y el mundo árabe se hizo muy popular el
uso de la mano izquierda.
Algunos historiadores consideran esta razón
porque para los árabes tradicionalmente, la mano izquierda era la mano
sucia. En la tradición islámica se establece que se debe limpiar con
piedras o terrones de la tierra, enjuague con agua y finalmente se secan
con un paño de lino.
Los primeros en crear y usar papel higiénico fueron los chinos,
quienes en el siglo II A.d.C. ya diseñaron un papel cuyo uso principal
era el aseo íntimo. Varios siglos más tarde (allá por el siglo XVI),
las hojas chinas de papel destacaban por su gran tamaño (medio metro de
ancho por 90 centímetros de alto). Sin duda, estas hojas estaban en
consonancia con la posición jerárquica de sus usuarios: los propios
emperadores y sus cortesanos.
En higiene personal las clases sociales estaban bien delimitadas.
Los antiguos romanos de las clases pudientes utilizaban lana bien
empapada en agua de rosas, mientras que la realeza francesa utilizaba
nada menos que encaje y sedas. La hoja de cáñamo era el más
internacional de los materiales utilizados por los ricos y poderosos.
Cuando los periódicos se hicieron comunes en las primeras décadas de los 1700, el papel
se convirtió en el material de elección, la gente simplemente lo
colgaba de un clavo y tenía un suministro casi gratuito de páginas de papel
absorbente.
Joseph C. Gayetty fue el primero en comercializar el papel
higiénico allá por 1857. El producto primigenio consistía en láminas de
papel humedecido con aloe, denominado “papel medicinal de Gayetty’,
un auténtico lujo para los más hedonistas. El nuevo producto, de
precio prohibitivo, se comercializaba bajo un visionario eslogan: “la
mayor necesidad de nuestra era, el papel medicinal de Gayetty para el
baño’.
En 1867 dos hermanos estadounidenses, llamados Edward y
Clarence Scott, consiguieron popularizar en Estados Unidos el uso de un
producto hoy universal, el papel higiénico, el éxito fue gracias a que ofrecían el producto en pequeños rollos. Una presentación en sociedad llena de obstáculos dados los muchos
tabúes que rodeaban al nuevo producto. Por la época se consideraba
inmoral y pernicioso que el papel estuviera expuesto en las tiendas a
la vista del público en general.
Un uso que el progreso consiguió disminuir a finales de 1930 cuando las imprentas comenzaron a imprimir el papel brillante recubierto de arcilla…ya
no era ni suave ni absorbente ... indudablemente había llegado la hora de
la historia del papel higiénico, ya nadie podía concebir la vida sin
él.
Pero el papel de los orígenes no era el producto suave y absorbente de nuestros días.
En 1935 se lanza un papel higiénico mejorado bajo el reclamo de “papel
libre de astillas’. Esto nos hace deducir que lo habitual de la época
era que el papel higiénico contara con alguna que otra impureza.
La importancia del papel higiénico en nuestros días es incuestionable,
incluso el Gobierno de los Estados Unidos lo reconoció en 1944. El
motivo de dicho reconocimiento fue: “su heroico esfuerzo en el
suministro a los soldados durante la II Guerra Mundial’.
Dicha importancia llegó a ser estratégica en la Operación
Tormenta del Desierto de la Guerra del Golfo y el papel higiénico usado
militarmente. El verde de los tanques estadounidenses contrastaba
demasiado con las blancas arenas del desierto y no se contaba con el
tiempo necesario para pintar los vehículos. Se optó por envolver los
tanques en papel higiénico como técnica de camuflaje de última hora.
En los años 70 ocurrió un hecho que hizo temblar los cimientos de
medio mundo…el papel higiénico está a punto de agotarse. La crisis del
petróleo, con los miembros árabes de la OPEP al frente, intentaron
establecer políticas de cuadruplicar precios, esto produjo un pánico
sin precedentes en el suministro de oro negro y con consiguiente una
escasez de producción de papel higiénico.
Esta escasez del esencial comenzó dinamitado en cierta manera con un
monólogo de Johnny Carson, un presentador de televisión y comediante que
durante 30 años fue el showman televisivo de los hogares
estadounidenses.
El 19 de diciembre de 1973, el gobierno federal estaba intentando
conseguir ofertas de suministro de papel higiénico ya que posiblemente
en unos meses podría escasear alarmantemente el producto.
Harold Froehlich, representante de Wisconsin en el Congreso, le resultó
gracioso y decidió que Carson podía añadir una broma para su
espectáculo del show de la noche. Y así fue,..en un momento de mayor
audiencia, Carson dijo: ” ¿Ustedes saben lo que está desapareciendo de
las estanterías de los supermercados? ¡¡Papel higiénico!!, hay una aguda
escasez de papel higiénico en los Estados Unidos”.
Veinte millones de personas que vieron el show de Carson esa noche,
salieron por la mañana desesperadamente en busca de provisiones de
rollos de papel. Al mediodía del 20 de diciembre, prácticamente todas
las tiendas de los Estados Unidos estaban fuera de stock, muchas de las
tiendas intentaron reaccionar ante un trabajo tan valioso, pero no
pudieron seguir el ritmo de la demanda.
Unos efectos que curiosamente también se dejaron sentir en países como La URSS, Gran Bretaña, Japón y Polonia entre otros, donde las colas en busca de preciado papel eran interminables.
Unas noches más tarde, Johnny Carson explicó que no había escasez, que
todo fue producto de una exageración de la noticia sin pensar en los
precedentes
¿Quien dijo que el papel higiénico no es cultura?
¿Si les gusta leer en el baño?, ya no hay excusas de olvidarse un libro
en esos momentos “íntimos”: El escritor japonés Koji Suzuki, ha
descubierto la solución.
La primera novela impresa en un rollo de papel higiénico en Japón vendió 80.000 ejemplares con solo un mes en el mercado.
La novela, que lleva por título Drop (gota, en español) del famoso
escritor nipón Koji Suzuki, está considerado un éxito de ventas en
Japón, aunque ninguna editorial lo ha publicado aún.
La novela corta cuenta una historia de terror psicológico que
transcurre entre las cuatro paredes de un pequeño baño japonés y dura
exactamente 88 centímetros de papel, por lo que en cada rollo se repite
34 veces, y cuesta 210 yenes (1,6 euros; 2,2 dólares).
En Japón se ha convertido en una tradición aprovechar el tiempo
dedicado al baño y dedicarlo a otros pasatiempos, por lo que empresas
como Hayashi Paper, encargada de distribuir Drop en este novedoso
soporte, venden desde hace tiempo rollos con historietas manga o sobre
temas educativos.
El ejemplo de Drop, que se vende tanto en las secciones de productos
del hogar de supermercados como en librerías o internet, podría
extenderse, aunque el portavoz de Hayashi Paper confesó que una de las
razones es la popularidad de Suzuki.
El escritor es muy conocido en Japón por sus novelas de terror y ha
trascendido las fronteras del país asiático con su novela Ring,
posteriormente adaptada al cine por Hollywood.
Suzuki acordó con Hayashi Paper escribir una novela de 2.000 palabras
para que fuese leída en el baño, ya que en su opinión en algunas
ocasiones es un lugar que inspira terror por ser húmedo, oscuro y sucio.
Al menos con esta novela no será necesario llevarse el libro al baño.
Lo que no especifica la noticia es si la tinta destiñe, eso si, el
papel es 100% reciclado.
De ser un producto denostado y vendido discretamente en la
trastienda, el papel higiénico se ha convertido en el protagonista de
pasarelas de moda, obras de arte y delicados trabajos de papiroflexia. Artistas
plásticos de renombre como Christo, Anastassia Elias o Yuken Teruya
han utilizado papel higiénico como material para sus trabajos. En el
terreno de la moda, es célebre el certamen Cheap Chic Weddings Toilet
Paper Wedding Dress Contest, que cada año reúne en Estados Unidos a las
más originales propuestas de vestidos nupciales confeccionados con
papel higiénico. El papel higiénico tal cual lo conocemos hoy en día ha
experimentado un gran desarrollo a lo largo de los cerca de 140 años que
han transcurrido desde su invención. A la doble capa del papel
(incorporada en 1942) se suman tecnologías punteras que tratan de
mejorar la suavidad. La última innovación del producto supone incorporar
lociónes de karité, un fruto natural con reconocidas propiedades
cosméticas.
Una última curiosidad...
¿El papel higiénico debe colocarse de la forma “A” o “B”?.
Rollo de papel higiénico y escultura
Algo tan humilde como un rollo de papel higiénico puede convertirse en la escultura más sofisticada. Y si no me crees, mira lo que ha conseguido la diseñadora japonesa Yukan Teruya.
Con delicadas perforaciones en forma de ramitas y hojas en varios
rollos de cartón, ha creado un bosque en miniatura que se puede colgar
del techo o decorar una pared.
Anastassia Elias es una artista francesa que ha hecho del reciclaje todo un arte.
Aprovechando los tubos de un rollo de cocina o de papel higiénico es capaz de crear con ellos auténticas piezas maestras.
Para crearlos hace pequeños recortes de papel que después pega en el
interior del rollo utilizando unas pinzas. Utiliza papel del mismo color
que el rodillo. Le da la ilusión de que las figuras de papel son parte
del mismo. Necesita un par de horas y mucha paciencia para lograr
terminar cada pieza.